COLUMNA INVITADA

Día Internacional contra la Corrupción

Ha llegado el momento de superar el combate a la corrupción como arena de convivencia cuyo equilibrio depende más de la tensión que de la solución

OPINIÓN

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Arturo Serrano Meneses / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Hoy hace exactamente 18 años que en Mérida, Yucatán, la ONU puso a disposición de la comunidad internacional para ser firmada y ratificada la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción y acordó que con ese motivo, cada año se celebrara a nivel mundial el Día Internacional contra la Corrupción, que este año tiene como propuesta “Tu decisión, tu desafío: dile no a la corrupción”.

Visibilizar y crear conciencia de la relevancia que tiene la participación social, está en el origen de esta propuesta que nos ha sugerido las Naciones Unidas. Reflexionar en torno a la fortaleza de las personas en el combate a la corrupción me lleva a considerar algunos puntos que quizá quiere compartir ahora.

En la historia de lo que somos, hace apenas unos cuantos días que la transparencia se apropió de nuestra vida. La apuesta democrática se hizo apuesta a la transparencia y la apuesta a la libertad se pagó con transparencia. Así fue como alcanzamos la seguridad de no desconocer nada, sin saber apenas nada. Las grandes crisis de corrupción que el mundo ha vivido en el presente siglo nos han colocado de frente a un montaje que al fin termina por poner en entredicho las armas con que la enfrentamos.

De lo que hoy se trata es de pensar con detalle las razones por las que en las sociedades modernas se ha perdido el respeto. Recuperar el respeto a la dignidad de la persona humana es sin duda el reto, el desafío que habremos de asumir en la hechura de una convivencia sin conductas reprochables y sin corrupción. Ante esta nueva batalla, nos corresponde anticipar el momento en que la condición humana nos permita y quizá nos obligue a decir que “cuando las bombas fueron necesarias, la guerra ya había terminado”.

Tengo claro que hablar de respeto en términos colectivos, pasa por reconocer que la reciprocidad se encuentra altamente superada por las desigualdades en que transitan nuestras sociedades. Otorgar y recibir respeto es un acto entre pares y cuando esa paridad se pierde, la posibilidad de construir respeto se pone en entredicho y con ello las posibilidades de reconocimiento mutuo también se ven afectadas.

Ya se ha dicho que el respeto tiene que ver, pues, con la forma en que se ve y se trata al otro y por ello es un aspecto de la vida íntimamente ligado a la desigualdad social. Vernos y tratarnos como iguales pasa por reconocernos como iguales. Así de sencillo y así de complejo.

Sabemos que los desequilibrios, la exclusión, la opacidad y la insatisfacción social, si bien son resultado de fenómenos multifactoriales, tienen en común ser parte de las consecuencias de conductas impropias y la falta de honestidad, son expresión de las alteraciones que genera la corrupción y las prácticas contrarias tanto a derecho como a justicia.

Por ello, bien podría decirse incluso que en los países el crecimiento con desigualdad es síntoma de que la corrupción goza de cabal salud.

De lo que se trata es de reconocer que vivimos en un modelo que vuelve atractivo el lucro, que hace resplandecer la impunidad como logro y como mérito personal, que ha puesto al consumo individual como único propósito y sentido de vida.

Bien visto, la exposición mediática de los grandes episodios de corrupción que han aparecido en el siglo que corre, a los que me he referido párrafos arriba, son ejemplos de la eficacia que puede llegar a tener el ejercicio del control constitucional a través de la aplicación de las leyes emanadas para mantener el orden normativo de las naciones.

La presencia de esos hechos de corrupción parece, sin embargo cuestionar y evidenciar la solvencia de la norma. Los espacios normativos, las ausencias de criterios precisos, claros y sobre todo compartidos, han permitido que Enron (2001), Tyco (2002) o Wirecard (2020) no sólo lastimen a las sociedades, sino que se conviertan ante la imaginación individual en estímulo y aliciente para violentar los marcos normativos establecidos bajo el supuesto de que nada es imposible.

Más aún cuando la impunidad sistemática se convierte en permisión de facto que se confunde rápidamente con la legalidad y entonces se piensa que si sucede está permitido y que si está permitido, es legal.

Ha llegado el momento de superar el combate a la corrupción como arena de convivencia cuyo equilibrio depende más de la tensión que de la solución.

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Es por ello que he insistido en que la hechura de la norma deberá pasar por el tamiz de la solvencia ética de su aplicación, no sólo —como hasta ahora—, se deben garantizar recursos, economizar trámites e incluirla en la planeación institucional. Bien valdría que toda norma sea sometida a la prueba de los principios y los valores, de volver a lo básico como sinónimo de lo sencillo, pero sobre todo con el sentido de lo fundamental, lo relevante y esencial.

La defensa de la Constitución como práctica democrática en términos del propio artículo 3º, tiene un procedimiento que yo llamaría orgánico, pero existe también otro espacio que, si bien normado y normativo, tiene una naturaleza básicamente funcional y operativa. Bajo ambos principios y en términos del combate a la corrupción que en todo caso es lo que aquí me ocupa, debe quedar establecido en la propia norma fundamental, la obligación de someter al tamiz ético toda legislación que tenga algún impacto en la administración pública.

Esta determinación de que todo proyecto de ley cuente con un dictamen de impacto ético para su probable aprobación, debe ser promovida como parte relevante del sistema nacional anticorrupción en términos de conformar un espacio de deliberación pero sobre todo de construcción de consensos que den origen a marcos normativos que cierren los espacios por los cuales puedan reproducirse conductas inapropiadas y de corrupción.

Una propuesta de esta dimensión tiene el reto de enfrentarse y superar el racionalismo instrumental que ha dominado las concepciones de desarrollo y que en esencia requiere de marcos de comportamiento al menos alejados de consideraciones éticas y de recuperación de los valores y principios que den sustento al tejido colectivo de la cohesión social.

De lo que se trata es de devolverle a las instituciones su capacidad de respuesta social, su condición de actores estratégicos del bienestar colectivo, su vocación de servicio que les permita recuperar el aprecio social, volver a contar con el respaldo de la gente. Por la vía operativa, es necesario fortalecer la participación ciudadana en el proceso de gestión pública incluso como defensa de la constitucionalidad del ejercicio del poder público.

En este contexto, es necesario dar forma a nuevos modelos de control y fiscalización en los que la participación social sea garantía para que la transparencia no sea selectiva, para que la opacidad dé paso a la accesibilidad y para que las conductas indebidas pierdan cualquier atractivo. Modelos que por esta ruta, permitan acercarse al origen de las prácticas deshonestas en el entendido de que es justo ahí el lugar en que será posible erradicarlas.

Modelos de control que favorezcan una nueva forma de gobernar a través de la promoción de instituciones previsibles, eficientes, legítimas y equitativas que se convierten de esta manera en pilares en la lucha contra la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la inseguridad.

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No es tema de estas notas de celebración, revisar la forma en que el control y la fiscalización son elementos que favorecen la generación de sociedades justas, equilibradas y potencialmente favorecedoras del desarrollo y el respeto de cada uno de sus ciudadanos, sin embargo vale la pena señalar que existen evidencias nacionales e internacionales que apuntan claramente en ese sentido. En aquellos lugares en los que el control institucional es parte de una convención colectiva inscrita en la cotidianidad, el desarrollo humano cuenta con condiciones de mayor equilibrio y de menor desigualdad.

Abrir a la participación ciudadana los espacios en los que se busca garantizar la honestidad en el servicio público deberá permitir que la vía operativa del control constitucional sea parte de aquellos elementos que abonan al desarrollo humano, como concepto más que como índice tal y como lo ha propuesto la propia Organización de las Naciones Unidas y en consecuencia la migración interna de las personas que ha permitido en muchos casos normalizar las conductas impropias encuentre rutas de retorno a su rechazo sin consideraciones que puedan justificarlas.

El desafío que tenemos frente a nosotros es, por tanto, un desafío a la imaginación, un desafío a reconocer que en un modelo de combate a la corrupción que no acaba con ella, que la sofistica, que la vuelve socialmente atractiva, que le permite profundizar las diferencias y ahondar los resentimientos no puede ser una herramienta para superar las desigualdades y garantizar la convivencia social en el marco de la justicia y la norma.

POR MTRO. ARTURO SERRANO MENESES
TITULAR DEL ÓRGANO INTERNO DE CONTROL DE LA FISCALÍA GENERAL DE LA REPÚBLICA

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