El dilema termina por hacerse presente. El príncipe Hamlet, o el general Cárdenas, asomando a media noche desde la ventana del palacio y haciéndose la misma pregunta.
A todos nos ha ocurrido. “¿Yo soy yo, o la imagen de mi imperioso mentor?”. Difícil circunstancia, en esa hora, sosteniendo la calavera del bufón Yorick o la banda presidencial recién planchada.
Algo similar le ocurría a la generación de artistas que, en los años sesenta, se enfrentaron con los monstruos de la plástica apoderados de los muros y las galerías. Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, el manco José Clemente Orozco, y sin hacer tanto alarde, Rufino Tamayo. Sus cuadros mostraban escenas de la Revolución con mayúsculas, el aplacado país que fue durante el porfiriato, la anhelada redención que representaba el movimiento popular empuñando las armas.
Esos artistas locuaces no querían pintar más escenas campiranas ni milicianos enardecidos. Ellos… José Luis Cuevas, Juan Soriano, Beatriz Zamora, Arnaldo Coen, Manuel Felguérez y, ¿por qué no?, el mismo Vicente Rojo. Todos ellos anhelaban incorporarse a las nuevas corrientes en boga, el arte moderno, traspasar “el muro del nopal” que solo tenía ojos para la pintura realista de pueblo y ranchería. El movimiento de esos jóvenes se dio en llamar “la Ruptura”, y su punto culminante fue el famoso “mural efímero” que José Luis Cuevas pintó en la esquina de Génova y Londres, la bohemia Zona Rosa de entonces.
Ruptura (o no), que es el tema en boga. A ese dilema los psicólogos le llaman “formación reactiva”, que no es más que la afirmación del yo ante el andamiaje de lo prefigurado, por ejemplo la figura del padre protector; rebelarnos ante “su imagen y semejanza”.
Siempre llega el momento de la disyuntiva: ruptura o sumisión. En términos políticos, ya lo sugeríamos, ha ocurrido innumerables veces. La ruptura de Trostki con Stalin fue tremenda, la revolución bolchevique hubiera sido imposible sin el genio militar de Lev Davídovich Bronstein (su verdadero nombre), y la tirria del autócrata llegó hasta Coyoacán, donde Ramón Mercader lo asesinó en 1940 con el golpe de un piolet.
Otra ruptura “necesaria” fue la del Ché con Fidel Castro. El futuro político de Ernesto Guevara no iba a llegar más lejos de su función burocrática (Banco Nacional, Reforma Agraria), de modo que en 1965 dejó de ser la sombra de Fidel y se abocó a su propia revolución, en el Congo, primero, en Bolivia, después, donde las condiciones de la Sierra Maestra no se dieron y fue ajusticiado en octubre de 1967.
En términos locales han ocurrido algunas rupturas más o menos vistosas. En 1970 Luis Echeverría lo hizo con su antecesor, cuyos seguidores eran unos simples “emisarios del pasado” (el pasado, el pasado, siempre el pasado), terminó por imponérsele el “ostracismo” y enviarlo como embajador en Madrid, donde se desquició. En 1976 José López Portillo hubo de romper con Echeverría (“¿tú también, Luis?”), lo envió como encargado de despacho a las islas Fidji (no es metáfora), y quienes osaban visitarlo en su residencia de San Jerónimo, “iban a besarle la mano al diablo”.
La ruptura más memorable ha sido la de Lázaro Cárdenas con Plutarco Elías Calles, quien se autoproclamaba como “jefe máximo” de la Revolución. El runrún de entonces refería que sí, en Chapultepec vivía el presidente, “pero el que manda vive enfrente”, o sea, en la colonia Anzures… y en un operativo a lo Rambo fue expulsado del país por vía aérea, rumbo a Los Ángeles. Una vez más, ostracismo y destierro. ¿Y qué es lo que ocurre con el monarca emérito Juan Carlos I luego de sus arrebatos de insolencia, y “retirado” en Abu Dabi con beneplácito de su heredero, el rey Felipe VI?
Son casos que alguien, a la ligera, podría acusar de parricidio, pero que hablan de la necesidad de hacer imperar el “yo presente” del “nosotros pretérito”. El dilema termina siempre por aparecer. El príncipe Hamlet, el general Cárdenas, el presidente De la Madrid restaurando la banca que su antecesor nacionalizó en un arranque de vesania. Llega la soledad del insomnio, el momento de hacerse la pregunta. Eh ahí el dilema, o no.
POR DAVID MARTÍN DEL CAMPO
COLABORADOR
PAL