De todos era conocido que López Obrador era un peligro para México. Muchos lo advertimos —los que lo conocían y los que no también—, porque su trayectoria impositiva y de irresponsabilidad con lo público era evidente. Todo lo haría en, por y para “beneficio”, primero, de los pobres y ahora, del pueblo. No fue gratuito el distintivo de “mesías tropical” que de forma puntual describió, en su momento, el historiador Enrique Krauze.
Recordemos que so pretexto de haber perdido la Presidencia de la República en 2006, para ejercer el poder absoluto que desde entonces le obsesionaba, como mal perdedor sentenció lo que guiaría su actuar político, con la frase “al diablo con sus instituciones”, cuando el Tribunal Electoral acreditó su derrota electoral. No era demagogia, era y es parte de los objetivos para destruir las instituciones de México. Le bastaron casi seis años en el poder para hacer realidad sus palabras. Y sí, bajo advertencia, no hubo engaño.
A pocos meses de terminar su gestión, es evidente que ha hecho de todo —sin importar el costo— para el derrumbe institucional y mermar nuestro Estado de Derecho. Su verdadero legado será la destrucción.
Nada nuevo su actuar contra el Poder Judicial y los órganos autónomos —a los que finalmente ha dado el tiro de gracia—, que dicho sea de paso no están para complacer al poder ejecutivo, sino más bien están obligados a salvaguardar el orden constitucional.
A los legisladores de su movimiento y a los satélites oportunistas los convirtió en sus fieles servidores, incapaces de cumplir con su deber de velar por el bien de la Nación, con transparencia y rendición de cuentas públicas. Los cuatroteístas hicieron del Poder Legislativo una oficialía de partes de las órdenes presidenciales, retrato vivo de la sumisión voluntaria e indigna.
Veamos lo acontecido en la Cámara de Diputados. Bajo la ya conocida consigna de no mover ni una coma a sus iniciativas y solo agregar lo que se solicita desde Palacio Nacional, sus siervos parlamentarios aprobaron —en comisiones—, reformas al Poder Judicial que, a juicio de juristas nacionales e internacionales, al promover la elección popular de jueces, magistrados y ministros, se compromete la independencia judicial y la carrera profesional que los caracteriza.
Estamos en la antesala del fin del Estado de Derecho, pues el poder público impondrá sus criterios al eliminar los contrapesos. Pasaremos de los tres poderes de la Unión a la configuración del poder absoluto de una sola persona.
De aprobarse la reforma, se debilita a este poder y fortalecería, sin duda alguna, el autoritarismo, objetivo primordial de la “sucesora” para dar continuidad al proyecto destructor.
Lo que se debe buscar es prohibir la injerencia de otros poderes en lo que es el proceso de administración de justicia, así como denunciar conductas inapropiadas para que se apliquen medidas disciplinarias.
La respuesta internacional, en particular de nuestros socios comerciales, ha sido contundente. Existe preocupación, porque para ellos, la ley sí es la ley y es fundamental contar con certeza jurídica, que no esté sujeta a los humores y caprichos de quien hoy vive en el palacio y pronto se irá a su rancho.
No solo es lamentable, sino grave, que uno de los Poderes de la Unión pretenda someter a los otros dos, en nombre del voto popular obtenido en junio pasado. Es absurdo escudarse en el “bienestar del pueblo” para mermar las capacidades del Poder Judicial.
Frente al peligro de poner en riesgo nuestra democracia, necesitamos una real y fuerte oposición para dar la batalla ante los tiempos difíciles que se avecinan de la mal entendida “transformación” social.
POR ADRIANA DÁVILA FERNÁNDEZ
POLÍTICA Y ACTIVISTA
EEZ