Ahorras durante un año porque te quieres dar el gusto de viajar en clase premiere, o a lo mejor es que has viajado tanto por chamba que la línea aérea por fin te dio un upgrade y te dispones a subir al avión sumergido en un gran “Me lo merezco”.
Te estás viendo: audífonos de los acolchonaditos, no de los pequeños de plástico que te dejan llagas en las orejas; whisky sin pausa hasta Madrid, para desquitar el precio de vuelo; harta botana porque son vacaciones y te lo puedes permitir; desfile de películas súper comerciales, idealmente de zombis, hasta quedarte dormido, no hace falta decir que acostado, las rodillas sin molestias y con una manta que te cubre de cuello a pies.
Antes de aterrizar, café en taza de verdad, omelette y lavado de dientes con el cepillo que viene en el neceser de regalo. Sonríes con deleite anticipado.
En la sala VIP te encontraste con el compañero Gerardo, que revisaba los precios de las llantas de la Volvo en una lap top y tenía una mancha de lo que parecía salsa macha en la camisa bordada. “Sería mucha casualidad que agarrara el mismo vuelo”, te dijiste. Bueno, pues fue mucha casualidad. Ahí está, en el asiento 4B. El tuyo es el 4C.
Te sientas. El compañero Gerardo voltea hacia el otro lado y saluda con efusividad a alguien que acomoda dos bolsas que dicen Gucci al final de la fila. Doble mucha casualidad: es el Bodocón, en pants Adidas, con gorra de los Dodgers y una lata de veras grande de Cheetos, digamos que un Paketaxo en versión duty free.
–¡Qué gusto saludarte! ¿Adónde viajas?
–A Madrid –responde el Bodocazo con mucha menos efusividad–. Hay un festival del jamón ibérico y voy a ver si empezamos a importar. Lo queremos meter a las chocolaterías y al CostCo.
–Yo a Italia. Después de Las Vegas, mi destino favorito.
Los estornudos del compañero Gerardo, sin cubrebocas, tapan el sonido de los cheetos. Pides otra copa de cava, te encasquetas los audífonos y pones una película, para esperar la cena. Cascabelea el carrito de las comidas. Te dejan un plato con almendras saladas y aceitunas y pides un jerez que llega muy frío; una bendición.
Los audífonos casi tapan el sonido de los cheetos y los estornudos, y la división entre asientos frena los salivazos derivados de los mismos. A pesar de todo, te dices, la vida es buena. Entonces, esa voz atraviesa incluso los rugidos de los zombis que te acompañan desde la pantalla gigantesca: “¡Todo lo que gano me lo trago, me lo unto y me lo visto como me da mi chingada gana!”
“Señorita”, dices, resignado. “Quisiera cambiar mi asiento con alguien de clase turista”. “Pero la diferencia de precio es enorme”, te responde la sobrecargo con incredulidad. “Estoy dispuesto a pagar lo que haga falta”, dices sin titubeos mientras te guardas una servilleta con las almendras en el bolsillo.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
MAAZ