México se ha sumado a la lista de países que, durante las últimas décadas, están experimentado procesos de regresión (backsliding) mediante los cuales, según la definición de Stephan Haggard y Robert Kaufman, “líderes democráticamente electos debilitan las instituciones democráticas […] desplegando apelaciones mayoritarias para menoscabar los contrapesos y las protecciones de la democracia”.
La regresión es distinta al colapso (breakdown), pues no supone el fin abrupto y definitivo de las democracias como ocurría antes, cuando había intervenciones extranjeras, golpes de Estado o autogolpes (por ejemplo, Checoslovaquia en 1948, Guatemala en 1954, Brasil en 1964, Chile en 1973 o Perú en 1992).
La regresión es un proceso gradual e incierto, que puede tener avances o retrocesos a través del tiempo. A veces desemboca en regímenes autoritarios (Rusia con Putin o Venezuela con Maduro); a veces en regímenes híbridos (Turquía con Erdogan o Hungría con Orbán); a veces en democracias más frágiles o de menor calidad (Perú tras Castillo, Estados Unidos tras Trump); y a veces en democracias que logran recuperarse (Colombia tras Uribe, Brasil tras Bolsonaro).
Las medidas que suelen impulsar quienes encabezan estos procesos de regresión suelen incluir (1) la desaparición, captura política o asfixia presupuestal de órganos que desempeñan labores técnicas, de regulación, vigilancia o control; (2) los ataques o restricciones contra medios de comunicación, academia, organizaciones de la sociedad civil o partidos de oposición; (3) la ampliación de los poderes presidenciales en multitud de materias, así como el debilitamiento de sus contrapesos; y (4) los cambios en las reglas electorales, entre los cuales ha sido muy común la flexibilización de las prohibiciones contra la reelección presidencial.
En México se han propuesto varias de esas medidas, algunas han tenido “éxito”, otras no, y otras más ya se anticipan como parte de la agenda legislativa de la nueva súper mayoría obradorista que se estrenará en septiembre.
Por la magnitud de dicha mayoría y la frecuencia de reformas que habilitan las reelecciones presidenciales en los procesos de regresión democrática, cabe preguntarse por qué López Obrador no ha propuesto una reforma constitucional en ese sentido. Dado que tantos otros líderes en procesos de regresión lo han hecho, en el escenario actual lo raro no sería que el presidente mexicano lo hiciera; lo raro, más bien, sería que no lo haga.
Postulo tres hipótesis al respecto. La primera, que es un convencido del principio de la no reelección. La segunda, que hasta ahora no contaba con una mayoría constitucional que le permitiera entretener la posibilidad de la reelección de manera factible. Y la tercera, que estima que las condiciones no son del todo propicias o los costos políticos serían demasiado altos, por lo que en su lugar opta por una fórmula distinta, no exactamente de reelección pero sí de continuismo: que alguien más asuma el cargo pero él siga ejerciendo el poder.
¿Cuál será la más viable?
POR CARLOS BRAVO REGIDOR
COLABORADOR
@CARLOSBRAVOREG
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