Hace un año en Celaya, Guanajuato, asesinaron a Teresa Magueyal, cuyo hijo desapareció en 2020; le quitaron la vida por buscar la justicia que el Estado debía encargarse de conseguir y no hizo. En Temixco, Morelos, el 15 de febrero, sicarios mataron en la calle a dos vendedoras de pollo que se negaron o no pudieron pagar el derecho de piso que exige la delincuencia organizada.
El mes pasado en Culiacán, Sinaloa, hubo un secuestro masivo de varias familias. La respuesta del gobernador fue que “son cosas que pasan”. Durante el actual proceso electoral, más de 90 personas han sido asesinadas, decenas agredidas o renunciado a su candidatura por amenazas de muerte.
A pocos metros de Palacio Nacional, donde vive y despacha el presidente de la República, se encuentran algunos de los sitios más peligrosos del país; centros de operación de varios de los criminales más violentos donde el secuestro, las violaciones, torturas y la muerte ocurren a diario.
Sí, México tiene un grave problema de soberanía; pero no es el de nuestra embajada en Quito, sino el que ocurre dentro de nuestras propias fronteras. México sufre una amenaza a su soberanía, pero esta no viene de un mandatario latinoamericano bravucón, sino del crimen organizado nacional.
Cada día perdemos control sobre nuestro territorio, instituciones y cada vez más del gobierno y la democracia misma, en favor de delincuentes que paulatinamente reemplazan al Estado como legislador, juez y ejecutor en todos los aspectos de la vida pública y hasta privada de los ciudadanos.
Qué bueno que López Obrador instruya a la Cancillería para hacer valer la Convención de Viena ante un tribunal en Europa frente a Ecuador. Pero sería más útil que instruyera a las fuerzas de seguridad a su cargo que hagan valer la Constitución, la vida, la libertad y la propiedad de nuestra población aquí en México. Y sí, con la fuerza legítima y contundente, no con abrazos.
Nuestra soberanía está en peligro; pero la verdad incómoda es que no nos la está arrebatando un enemigo extranjero: en gran medida el gobierno la ha rendido deliberadamente ante un adversario que también es mexicano. Por cobardía, corrupción, complicidad. Probablemente por todo ello.
Otra verdad incómoda es que varios ciudadanos contribuyen a sostener esta hipocresía. Al tiempo que se envuelven en la bandera por cosas como un incidente diplomático agraviante, pero en última instancia irrelevante, contra un país lejano y estratégicamente trivial para México, siguen avalando, activamente o por omisión, la continuidad del régimen que se burla de las masacres, que saluda de mano a la familia de los asesinos y les cierra la puerta en la cara a las familias de sus víctimas.
La elección próxima suele interpretarse como una decisión entre la continuidad o el cambio. Una manera más urgente de entenderla es como una disyuntiva entre la viabilidad del Estado mexicano o su colapso en el mediano plazo. Dicho derrumbe no sería esencialmente por motivos económicos o polarización social; ni siquiera por la erosión del orden constitucional, sino por la colonización total del crimen organizado como factor real del poder: como soberano.
Hay quienes señalan el riesgo de una sustitución de la autoridad civil por la militar. De continuar el escenario actual, es mucho más probable que tal sustitución sea protagonizada por los cárteles. A México no le faltan recursos materiales, económicos ni humanos para restablecer su control soberano. Le falta un gobierno dispuesto a usarlos con determinación e inteligencia. Los enemigos son reales, pero no vienen de afuera: están en casa y son mexicanos. Empecemos por ahí.
POR GUILLERMO LERDO DE TEJADA SERVITJE
COLABORADOR
@GUILLERMOLERDO
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