COLUMNA INVITADA

El ocaso del presidente. Entre acusaciones y sombras

El hecho de que no sea un narcotraficante no lo hace un buen Presidente, y su gestión para combatir la inseguridad es la peor de la historia reciente de México

OPINIÓN

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José Lafontaine Hamui / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Puede asegurarse que el presidente no es un narcotraficante. Por Dios, ¿Cuándo dejamos de considerar que debemos hablar con templanza, prudencia y respeto hacia los demás? Sí pudo haber habido inyección de recursos provenientes del crimen organizado; eso por sí solo no lo convierte en un narco-presidente, ni mucho menos. Ahora bien, el hecho de que no sea un narcotraficante no lo hace un buen presidente, y su gestión para combatir la inseguridad es la peor de la historia reciente de México. Sin embargo, seamos  pensantes, eso no lo hace automáticamente un narcopresidente. Entiendo que el formato de descrédito lo comenzó él, todos los días desacreditó e imputó delitos y conductas a diestra y siniestra a quienes llama sus adversarios. Hoy le están dando una dosis de su propia medicina. De ahí, viajar al extremo que solamente por el dicho de “la gente”  y un par de verdaderos narcotraficantes lo declaren, y una investigación de las “agencias de Estados Unidos” que todavía no encuentran las armas de destrucción masiva en Irak, no lo convierte en un narco. Como en su momento sostuve en el injusto cochinero del juicio contra García Luna. Sin embargo, el presidente otorgó veracidad y plenitud probatoria al desfile probatorio que hoy lo señala. Lo que no podemos hacer es medir a la gente con distinta vara. Nosotros no debemos rebajarnos, como él lo ha hecho en un sinnúmero de ocasiones.

En un país donde la corrupción y la violencia han sido protagonistas durante décadas, cada revelación sobre posibles vínculos entre políticos y el crimen organizado es recibida con un escalofrío colectivo. En este contexto, las recientes acusaciones que involucran al Presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con el Cártel de Sinaloa han desatado un intenso debate sobre la verdadera naturaleza de su administración y su relación con las fuerzas oscuras que han plagado a México durante tanto tiempo.

La saga comenzó con un explosivo reportaje de Tim Golden en ProPublica, una destacada publicación de periodismo de investigación, que detallaba supuestas contribuciones del Cártel de Sinaloa a la campaña presidencial de López Obrador en 2006. Sin embargo, lo que realmente sacudió los cimientos fue cuando el venerable New York Times, otro gigante del periodismo, destapó una trama similar relacionada con las elecciones de 2018. Estos hallazgos han desatado una ola de preguntas incómodas sobre la integridad del presidente y su gobierno.

Lo que resulta particularmente intrigante es la reacción de AMLO ante estas acusaciones. Mientras antes denunciaba fervientemente la corrupción y la colusión entre políticos y el crimen organizado, ahora se ve obligado a enfrentar estas mismas acusaciones en su contra.

El intento de desacreditar al New York Times, exponiendo a una de sus periodistas, es un acto de venganza que solo sirvió para poner de manifiesto la fragilidad del argumento oficial. La reputación y la trayectoria de este periódico son imponentes, con décadas de experiencia y numerosos premios Pulitzer que respaldan su credibilidad. Intentar socavar su investigación es, en el mejor de los casos, un acto de ignorancia por parte del gobierno mexicano.

Pero más allá de la disputa mediática, lo que realmente preocupa a muchos es el alcance de la sombra de duda que se cierne sobre la 4T y su relación con los cárteles mexicanos. La creciente influencia de estas organizaciones criminales en la política y la sociedad mexicana es motivo de alarma tanto a nivel nacional como internacional. La posibilidad de que miembros del gobierno estén involucrados en actividades ilícitas plantea serias interrogantes sobre la estabilidad y la seguridad del país.

Aunque el gobierno de Estados Unidos ha mostrado poco interés en profundizar en estas investigaciones, prefiriendo mantener una relación diplomática estable con México, las agencias federales como la DEA no tardarán en actuar. El crecimiento exponencial del tráfico de drogas hacia Estados Unidos, en particular del fentanilo, es solo una de las motivaciones que impulsarán a estas agencias a investigar a fondo cualquier indicio de colusión entre políticos y cárteles.

El temor de que estas organizaciones criminales puedan eventualmente amenazar la gobernabilidad de Estados Unidos es una preocupación real y urgente. La historia nos enseña que el crimen organizado no conoce fronteras y que su influencia puede extenderse más allá de lo que imaginamos. La posibilidad de que los cárteles mexicanos colaboren con grupos terroristas para atacar a Estados Unidos es una amenaza que no puede ignorarse.

En medio de esta tormenta política y mediática, queda claro que AMLO enfrenta uno de los mayores desafíos de su presidencia. Ya no se trata solo de escandalizar en las mañaneras para distraer la atención pública, sino de responder a acusaciones serias que ponen en tela de juicio su integridad y la legitimidad de su gobierno. La sombra de la duda se cierne sobre él, y solo el tiempo dirá si podrá disiparla o si quedará atrapado en ella para siempre. El hecho de que AMLO no sea un narcopresidente no lo exime de ser irresponsable frente a su inacción o perpetua tolerancia a la sangre que ha corrido por el país. No es un narcopresidente, sin embargo, nuestro país está gravemente herido e influenciado por los cárteles de la droga, y el hecho de que el presidente no sea un narcotraficante no es mutuamente excluyente con la idea de que podamos ser un narcoestado.

POR JOSÉ LAFONTAINE HAMUI

ABOGADO

@JOSE_LAFONTAINE

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