Cada vez que hay elecciones los analistas y políticos dicen lo mismo: “los jóvenes son una prioridad”, “definirán el resultado”. Un lugar común, bastante romantizado, que generalmente se traduce en candidatos haciendo cosas ridículas en campaña para atraer a este segmento. Pienso que, en realidad, la de 2024 será una elección entre la memoria y la desmemoria, más allá de edades.
Cierto, cada proceso electoral se suman más personas jóvenes al listado nominal del INE. Este año podrán participar alrededor de 37.2 millones de mexicanos entre 18 y 34 años. De estos, para algo más de 15.3 millones será la primera vez que puedan votar por la presidencia y el Congreso federal.
Pero más allá de reiterar estadísticas, vale la pena hacer una reflexión de fondo. México enfrenta una paradoja: somos una democracia demasiado joven, en la que los valores que sostienen este modelo político todavía no arraigan a profundidad. Por ello, aún es frágil y vulnerable a retrocesos.
Al mismo tiempo, somos una democracia suficientemente vieja, en la que quienes nacieron o se criaron durante y después de la transición no vivieron lo que significó la era del autoritarismo, el estatismo y el aislacionismo. Es el caso de unos 26.5 millones de mexicanos nacidos entre mediados de 1990 y 2006; más de un cuarto de los ciudadanos que este año podrán ir a las urnas.
En otras palabras, cada vez hay más personas que, por distancia temporal, no atestiguaron las luchas por la democratización lo cual crea incentivos para la indiferencia a la hora de defenderla. Sumemos a ello el caudal de desinformación y propaganda que, si bien no son nuevas, impactan con mayor fuerza hoy debido a tecnologías relativamente recientes, como las redes sociales.
En los comicios federales de 2021, sin ir muy lejos, el grupo de entre 19 y 34 años registró las tasas más altas de abstención. Diversos motivos explican este desencanto; pero lo cierto es que, aunque hay muchos jóvenes que participan y son enormemente consientes del entorno, no implica que este sector de la población esté necesariamente mejor informado (sobre el presente y el pasado) o tengan una mayor disposición cívica, contrario al lugar común que predomina.
Todo esto es algo que jamás dirán los políticos, y menos los candidatos, porque no es popular, pero sería un error desentenderse de esa realidad. La democracia necesita instituciones y leyes para funcionar; pero para sobrevivir requiere ante todo personas socializadas en sus valores, y dispuestas a protegerla. A su vez, estos valores, igual que la memoria histórica, no se pueden simplemente imponer: implican un largo proceso de educación, concientización y asimilación inter generacional.
Quienes de alguna forma conocimos la época previa a la democracia tenemos una responsabilidad con las nuevas generaciones, y con el país, que vaya más allá de la condescendencia habitual (“¡felicidades, jóvenes, por ser jóvenes, échenle ganas!”). De inicio, habría que aprovechar estas nueve semanas antes de las elecciones para hacer una campaña pedagógica con familiares, amigos, colegas, que en contraste a la estridencia, sea una transmisión de experiencias, vivencias, perspectivas, razones y principios democráticos. Esto siempre es necesario, pero en la coyuntura actual puede resultar determinante para evitar un retroceso mayúsculo a ese pasado que muchos no experimentaron.
Esta elección no se ganará en función de edades: se trata, en gran medida, de una batalla entre la desmemoria y la capacidad de recordar. Se necesitan votos, claro, pero muchos de estos sólo se movilizarán si la conciencia cívica logra imponerse a la indiferencia, la desinformación y el olvido.
POR GUILLERMO LERDO DE TEJADA SERVITJE
COLABORADOR
@GUILLERMOLERDO
PAL