COLUMNA INVITADA

Nunik Sauret, "Mujer revolucionaria"

Con pasmosa naturalidad la artista ha eliminado lo superfluo y se atiene a una gestualidad mínima

OPINIÓN

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Luis Ignacio Sáinz / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

...Like sweet thoughts in a dream... Percy Bysshe Shelley (1792-1822): “The Indian Serenade”

El Museo Nacional de la Revolución además de preservar testimonios sobre el legado de la gesta armada de 1910, está comprometido con difundir aquellas manifestaciones estéticas, de calado social contemporáneo que versen sobre tópicos sustantivos.

Con motivo de la conmemoración del Día Internacional de las Mujeres, el 8 de marzo, abrió al público una soberbia exposición de Nunik Sauret curada con mucho tino por su directora Alejandra Utrilla quien. Con pasmosa naturalidad la artista ha eliminado lo superfluo y sólo se atiene a una gestualidad mínima.

Resplandecen sus invenciones “como dulces pensamientos en un sueño” y humanizan el cementerio vertical que aloja los despojos de Venustiano Carranza, Francisco I. Madero, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas y Francisco Villa. Si contáramos con una nómina exacta de los creadores mexicanos o residentes que se han formado en las técnicas orientales y particularmente en el saber-hacer japonista, Nunik Sauret ocuparía el lugar de privilegio.

Nuestra delicadísima hacedora de constelaciones imposibles marcadas por la impronta de sus maestros Keisei Kobayashi, Iwakiri Yuko, Kuniko Satake y Tatsuma Watanabe, ha comprendido hasta la médula el cripticismo de la caligrafía como expresión suprema de los esponsales de la forma y el sentido y también al papel en su doble condición de soporte y vector, objeto y piel de manifestaciones propias y ajenas.

Y a este singular medio-fin le ha dedicado la vida entera Sauret, sin que por ello su maestría palidezca en otras técnicas: el temple, el óleo, la intervención y/o construcción objetual.

De un tiempo para acá ha suspendido la visitación al tórculo por adentrarse en la intervención directa en la plancha de madera y las impresiones de las imágenes sobre papel que, en algunos casos, renuncian a la unidad trabajando en empalme, injerto o maridaje de tipos de materiales, grosores, armados únicos y utilizando una gama de tintas de pigmentación, viscosidad y efecto diferentes.

El recinto ocupa una mínima fracción de lo que sería el Palacio Legislativo proyectado por Émile Bénard, el asistente de Charles Garnier que diseñara la Ópera de París, y que formara parte del amplio programa de las fiestas porfirianas del centenario de la Independencia.

Desde el principio le fue adversa la fortuna, problemas de mecánica de suelos, financiamiento y el estallido de “la bola”, y tras infructuosos intentos de reactivación, las autoridades desistirían con la muerte del arquitecto en 1929. En 1933 Carlos Obregón Santacilia formularía un rescate parcial: el del Salón de los Pasos Perdidos, equivalente en un auditorio o teatro.

Su intención consistió en hospedar la memoria como símbolo del levantamiento de 1910: picota del antiguo régimen y faro del nuevo, obteniendo una grandilocuencia silente gracias a las tallas monumentales de Oliverio Martínez.

En semejante túmulo, en sus cimientos en el sótano, podemos depurar nuestros fantasmas al deleitarnos con las bellezas plásticas de Sauret, que traen a colación los versos de Gilberto Owen en “Viento”: “Y recuerdo también esa hora del sueño donde se esconden los hechos que la vida desdeña”: la represión, la explotación y los asesinatos, en especial los feminicidios, que no cesan de alarmar nuestras conciencias clamando justicia.

POR LUIS IGNACIO SÁINZ

COLABORADOR

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MAAZ