Son muchos los pensamientos y las emociones que atraviesan la mente, el cuerpo, pero, sobre todo el alma, cuando corres 42 kilómetros. Ideas y sentimientos que con la distancia y el cansancio se van transformando en metáforas, que si uno las expresa pensarían que estamos locos. El pasado domingo, bajo el cielo despejado del otoño en Berlín, me sentí así, como una viajera en el tiempo que iba librando sus propias batallas. También fui una corredora más, entre las cerca de 58 mil voluntades, historias y pasiones que confluyeron en la capital germana sólo para demostrar que correr es más que poner un pie delante del otro.
No elegí este Maratón por casualidad: tuvieron que pasar una pademia, dos recórds de Kipchoge y un poco más, para que yo pudiera cruzar la Puerta de Brandeburgo, esa sobreviviente de guerras y bombardeos; para correr por las calles de una ciudad con una historia desgarradora, que vivió su esplendor, fue destruida y partida en dos, para después recuperarse y florecer de nuevo como República Democrática, y como una de las ciudades más bellas del mundo, en donde la vieja arquitectura y la modernidad forman parte del arte urbano. Y para recorrer avenidas con cicatrices bajo el asfalto, pero que después de la caída del muro gritaron libertad.
Llegué a Berlín el viernes por la tarde, así que el sábado, el día previo a la carrera, fui a la expo por mi número de corredora. La entrega se hace en el antiguo aeropuerto de Berlín (Flughafen Berlín Tempelhof) ubicado en el centro de la ciudad, que sirvió de aeródromo central de Berlín bajo el nazismo y que hoy es un inmenso espacio multiusos. La organización es magnífica, a pesar de los ríos de personas que asisten, todo fluye de manera rápida y ordenada. Al entrar te colocan una pulsera termosellada, imprimen tu número al momento y después cuentas con decenas de metros cuadrados para disfrutar de la parte comercial y vivir la ansiedad de la
cuenta regresiva.
El día de la carrera llegó y el sueño dejó de serlo. Ahí estábamos miles de corredores de todo el mundo esperando salir, cada quien en su letra correspondiente. Llegó el turno de la H, y a pocos metros de la Columna de la Victoria, se nos dio el banderazo de salida. A lo largo del recorrido había música que amenizaba casi en cada esquina, banderas de todo el mundo, carteles de ánimo, gente que te ofrecían sus manos, hidratación cada dos o tres kilómetros, todo a la altura del cumpleaños número 50 del maratón.
¿Qué pensé y sentí, qué metáforas construí durante la carrera? Por momentos volé, floté y llegué al medio maratón con un trote espectacular para mi, claro. Pensé en mi familia, en que estarían dormidos cuando cruzara la meta, pero aún así sentí su apoyo y amor en todo momento. Al final, como siempre me pasa, lloré sin recato al cruzar la meta, dando desahogo al cúmulo de emociones, de alguien que no hará una gran marca, pero que no por eso deja de seguir, día a día, el ritmo dictado por sus piernas y su corazón.
POR ROSSANA AYALA
PAL