COLUMNA INVITADA

Ramón, mi alumno

Como todos los alumnos, estaba en la fase de consolidación de la lectoescritura y en las operaciones de suma y resta con dos dígitos y el inicio de las tablas de multiplicar

OPINIÓN

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Antonio Meza Estrada / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Mi sorpresa inicial paso a indignación, cuando me enteré y luego me pregunté: cómo era posible que un niño de ocho años tuviera que vivir en una cueva, hecha por él en un canal de riego, donde terminaba el ejido. Pero peor aún, por qué tendría que ser él quien cuidara a su hermanita de cuatro años, quien estaría viviendo con él. Es decir, Ramón era papá sustituto de su hermanita y, a la vez, autosuficiente. 

Ramón era mi alumno en segundo de primaria en el exejido Orizaba, en el oriente de Mexicali. Como todos los alumnos, estaba en la fase de consolidación de la lectoescritura y en las operaciones de suma y resta con dos dígitos y el inicio de las tablas de multiplicar. En la clase, el maestro enfatizaba esos contenidos y los aderezaba con cantos y juegos, crucigramas y acertijos para introducir las ciencias, la historia y el civismo.

Durante los inicios de clase, en días de verano en el ardiente Mexicali, Ramón llegaba descalzo a la escuela y con un pantalón corto y playera, como alguno que otro de sus condiscípulos. Por sus compañeros me enteré de que vendía mazapanes y chicles en la terminal de los autobuses que conectaban el caserío con la ciudad. Ramón solía llegar tarde y con su cajita de producto a la clase vespertina. 

La historia se fue armando como un rompecabezas. La madre tenía una nueva pareja que desconoció y expulsó a los hijos de ella a insultos y golpes. Ramón tomó y se llevó a su hermanita, primero con una vecina y luego le hizo una cueva donde dormían. 

Por las mañanas le encargaba la bebé a la vecina, regresaba él a la hora de comer para de allí dirigirse a la escuela. 

Cuando me enteré de la tragedia hablé con la maestra Jovita, directora de la escuela, quien, presta, localizó a la madre, gestionó apoyos y logró restituir el cuidado de la madre hacia sus hijos. 

Ramón siguió asistiendo a clases un poco más regular. Alguna vez llegó con moretones en los brazos; era obvio que seguían los problemas. La autoridad intervino de nuevo y reubicaron a los niños con un familiar de la madre. Ahora, décadas después de haber conocido a Ramón, lo recuerdo y me pregunto:  ¿seguirá habiendo otros Ramones en esas aulas del señor? 

POR ANTONIO MEZA ESTRADA 

COLABORADOR

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MAAZ