MALOS MODOS

El conde, de Pablo Larraín

Pablo Larraín es un director sobresaliente, o más que eso, desde siempre

OPINIÓN

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Julio Patán / Malos Modos / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Pablo Larraín es un director sobresaliente, o más que eso, desde siempre. Con toda su proclividad un poco demasiado obvia a la oposición a la dictadura, es buena No, sobre el referéndum que puso de patitas en la calle a Pinochet. Y son más que buenas sus películas, sobrias, duras, irónicas a ratos, sobre Jackie Kennedy y Diana de Gales: Jackie y Spencer, respectivamente. La última, recientemente estrenada en Netflix, es, sin embargo, otra cosa.

Me refiero a El conde, sostenida –va spoiler– en la idea de que Pinochet, lejos de haber muerto, es un vampiro centenario que vive su vejez muy lejos del mundo, rodeado de su familia y del mucho, mucho dinero que se robó.

Sobra decirlo, Larraín lo que ofrece es humor, y un humor único, parecido al de algunas de sus películas anteriores, pero llevado a extremos. El conde transita con muy buena fortuna del surrealismo más inesperado –esas imágenes del generalote, con capa y botas, volando en el cielo muy gris, sobre el áspero mar– a una sátira contenida, seca, de una mala leche verdaderamente agradecible, que solo pierde alguna sutileza hacia el final, cuando –va ahora solo medio spoiler– aparece la madre del dictador, una figura central de la política del siglo XX cuya identidad les dejo averiguar como espectadores.

Ahora bien, en esta película hay, sí, humor, y, como en todo el humor bien hecho, bastante más que eso. También desde siempre, y siempre en un tono amortiguado, más de sugerencias que de afirmaciones, Larraín tiene entre sus temas el del poder, en un sentido amplio, y sobre todo el del poder omnímodo, avasallador, como el que en alguna medida ejercieron los Kennedy, a fin de cuentas contenidos por una democracia, y por supuesto como el del militarote golpista que nos ocupa.

Sin alharacas, El conde se asoma también con mucha agudeza a ese tema, como se acerca –otra constante en Larraín– al conservador como tipo social; al Chile snob, clasista y rancio. Son justamente las películas como El conde las que permiten entender las virtudes que, con los peros que queramos ponerles, sin duda tienen las plataformas, con ese potencial gigantesco para llevar películas tan poco convencionales y tan virtuosas como ésta a muchos espectadores que probablemente no las hubieran conocido de otra manera. Estrenada en el festival de Venecia, pueden y deben encontrarla en Netflix.

La recomendación de que corran a verla no estaría completa sin una mención a la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Edward Lachman, un veterano que ha trabajado, entre muchos otros, con Todd Haynes, Sofia Coppola, Jonathan Demme o Steven Soderbergh, y que consigue crear una atmósfera con algo de cine mudo de terror, opresiva, cargada, al tiempo que, en un equilibrio muy difícil de lograr, empata con el humor corrosivo de Larraín.

POR JULIO PATÁN

COLABORADOR

@JULIOPATAN09

MAAZ