LA NUEVA ANORMALIDAD

El ajuste de cuentas de Pablo Larraín

El cineasta acaba de estrenar en Netflix El Conde, acaso una de las películas más lúcidas no sólo sobre la dictadura chilena sino sobre las tiranías todas, pero tiene un pero.

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

El Conde, dirigida por Pablo Larraín y recién estrenada en Netflix, es una buena película, y exhorto a verla. Ello, sin embargo, no me impedirá incurrir en el spoiler. (Sobre advertencia no hay engaño pero, además, sostengo que lo enriquecedor de cualquier narrativa no es descubrir qué sucede sino cómo.)

La de Larraín es una de las miradas más complejas y provocadoras del cine. Su evocación de la fiebre de aquellos sábados por la noche, Tony Manero, es alegoría cuasi zombie de la enajenación sociopolítica; su recuerdo de Diana de Gales, Spencer, toma como pretexto el morbo de la crónica rosa para elaborar un ensayo perturbador y lucidísimo sobre la locura. Tema recurrente en su obra es la opresión autoritaria: difícil escapar a él para quien nació no sólo en el Chile de la dictadura sino en el seno de una familia, si no cómplice, al menos compañera de viaje de ella. (Sus padres son militantes de la Unión Demócrata Independiente, partido conservador de parcial raigambre pinochetista, y habrían de ser ambos ministros en el gabinete del presidente Sebastián Piñera, emanado de él. Que Larraín abrace una oronda agenda democrática y progresista es cosa que habla bien de él, y que debe suponerle un costo personal alto.)

Fotografiada por Edward Lachman en un blanco y negro heredero de Dreyer y Bergman y dotada de una vis caústica que remite a los mejores Allen y Lubitsch, El Conde postula a Augusto Pinochet (Jaime Vadell) como integrante de un linaje centenario de vampiros por fuerza amorales, que habría fingido su propia muerte tras la caída de su dictadura para vivir en una clandestinidad próspera pero oprobiosa. El apunte arendtiano sobre la banalidad del mal y la definición del fascismo como una suerte de aflicción incurable, progresiva y mortífera (pero no mortal), son brillantes. Así, los primeros dos tercios de El Conde constituyen acaso una de las películas más lúcidas no sólo sobre la dictadura chilena sino sobre las tiranías todas.

Con la explicación de mi reproche al último tercio vendrá el spoiler: Larraín termina por postular a su general vampiro hijo de una madre igualmente vampírica a quien otorga la identidad de Margaret Thatcher. Esto arranca risitas –El Conde es una comedia negra– pero también constituye una exageración política inadmisible: el liberalismo a ultranza de la Dama de Hierro fue poco compasivo, sí, pero ni dictadura ni genocida.

Larraín condena una idea de mundo antes que sus efectos, acaso para ajustar cuentas con su propio pasado familiar. La necesidad de exorcizar esos demonios personales se antoja valerosa y comprensible pero también lastra la película en lo artístico como en lo político; quien llama fascista a cualquiera que no comparta su muy particular idea de la democracia y la libertad terminará por perder autoridad moral.

POR NICOLÁS ALVARADO

COLABORADOR

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