PORTAZO

La noche, la pintura, el trono

“Bajé a los infiernos”, dice emocionado Sergio Hernández, en medio de la noche húmeda del patio perfecto del Colegio de San Ildefonso, aromado por la lluvia reciente y la fronda de las magnolias

OPINIÓN

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Rafael Cardona / Portazo / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Prisioneros entre las llamas de un cinabrio intenso e infinito, sobre la pintura delirante, infatigable, minuciosa, milimétrica, paciente, bajo los bordes apenas insinuados, entre los surcos de la textura endurecida y fría, habitan los sueños, brotan rostros de seres inimaginables; animales fantásticos, siluetas, con sorpresa de ballenas navegantes en los enormes cuadros convertidos en acuarios de pintura y cobalto silencioso, con la callada profundidad del agua transparente donde nadan también los ajolotes de aguas puercas y flotan tiburones con la panza de buque sin recato ni velamen, en una muestra cuya variedad y dominio técnico insuperable combina el diamante con el plomo; la dureza cálida de la madera enjoyada y barnizada de luz —reminiscencia del viejo ebanista—, con los abanicos de papel, los cuadernos de notas y la acuarela de un gato triste.

Cosa de llamarada y mar intenso; Quevedo habría dicho, “…nadar sabe mi llama el agua fría…”.

Todos los hallazgos y las obsesiones, los delirios, las fiebres y los encierros de la pandemia; la soledad y la compañía, el buril, el pincel, los lápices, las telas, los elefantes, los saraguatos y las guacamayas y las estrellas marinas; las palmeras de plomo derritiendo sus ramas derramadas en la intensidad del blanco perfecto, como chorros de leche cósmica en la pared de los helechos; un cuarto de siglo volcado en este universo de arte y variedad.  La infinita paciencia del artesano convertida en la profundidad del artista.

—Sergio Hernández —con esta muestra de 145 obras en cuatro apartados (Historia, Universos, Mitología y Naturaleza), sembradas en los mil 103 metros cuadrados de las siete salas del noble edificio del Antiguo Colegio de San Ildefonso, se ha sentado, inamovible, en el trono indisputable de la pintura mexicana

—“Bajé a los infiernos”, dice emocionado en medio de la noche húmeda del patio perfecto del Colegio de San Ildefonso aromado por la lluvia reciente y la fronda de las magnolias, y el gigantesco laurel como centinela nocturno rodeado de basalto y tezontle rudo como tela rugosa con ocre, sepia y gris, sobre el cual acaban de llover recuerdos preparatorianos en aquella esquina donde está el memorial de Octavio Paz, cuyo recuerdo flota sobre los murales, “…también es una caminata nocturna./Aquí encarnan/los espectros amigos,/las ideas se disipan…”.

Hernández rodeado de los suyos, de sus amigos, en torno de un puesto de música y mezcal rasposo, en cuyas gotas se destilan humores milenarios, sabores de humo, tierra y candela de calenda oaxaqueña; tierra, agua, infierno y cielo, porque ahí dentro, donde duermen los cuadros alabados y las maderas de oro, el rey ha muerto; viva el rey.

POR RAFAEL CARDONA

COLABORADOR

@CARDONARAFAEL

MAAZ