COLUMNA INVITADA

Maestro, Kundera

Aunque Milan Kundera comenzó a publicar en los años en que nacíamos

OPINIÓN

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Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Aunque Milan Kundera comenzó a publicar en los años en que nacíamos, mi generación se vio profundamente influida por sus obras. Primero con las traducciones de Seix Barral de La broma y La vida está en otra parte y luego gracias a la gran Beatriz de Moura, su editora y traductora, las de Tusquets desde La insoportable levedad del ser a La fiesta de la insignificancia pasando por sus ensayos sobre el arte de la novela sus reflexiones, personajes y técnicas narrativas influyeron con gran brío en todos nosotros, no solo en México, sino en el español. Me atrevo a decir que fue uno de los autores más leídos del final de siglo.

El aluvión de obituarios de estos días da cuenta de lo mismo que comento. Sin embargo, las citas sacadas de contexto de sus libros parecen más comentarios de afiches para enamorados. Nada le hubiese preocupado más. Al preguntársele si era de izquierda o derecha siempre decía que era un novelista. Sus opiniones estaban en sus tramas, en sus complejas discusiones filosóficas lo mismo sobre el eterno retorno que sobre los excrementos o la sexualidad. 

En La fiesta de la insignificancia dice: “El tiempo corre. Gracias a él, primero vivimos, lo cual quiere decir que ya hemos sido acusados y juzgados por la gente. Luego morimos y permanecemos aún unos años entre los que nos han conocido, pero muy pronto se produce otro cambio: los muertos pasan a ser muertos viejos, de los que ya nadie se acuerda y que desaparecen en la nada; tan solo unos cuantos, muy muy pocos, imprimen su nombre en la memoria de la gente, pero ya sin testigos fehacientes, sin un solo recuerdo real, pasan a ser marionetas (…)

Nadie tiene el derecho de simular la restitución de una existencia humana que ha dejado de ser. Nadie tiene el derecho de crear a un hombre a partir de una marioneta”. Gran lección de un inmoralista al estilo de su amado Diderot. A él y a Cortazar les concedieron juntos la nacionalidad francesa y fue en francés donde escribió toda su última obra. 

Nunca fue un chovinista o un nacionalista. En El Telón escribía: “Sea nacionalista o cosmopolita, afirma sin empacho el novelista, arragado o desarraigado, un europeo está profundamente determinado por la relación con su patria; (…) al lado de las grandes naciones, hay una Europa de pequeñas naciones entre las cuales muchas han obtenido o reencontrado su independencia política en el curso de los dos últimos siglos (…) mi ideal de Europa: la máxima diversidad en el mínimo espacio”. Sus reflexiones sobre Europa y la idea misma de nacionalidad son punzantes. Ser periférico permite, a su juicio, leer mejor el mundo. 

Y sí que lo hizo. Nos enseñó a leer a Kafka y a Stendhal, pero también a sus compatriotas o a los norteamericamos. Por ejemplo, el Faulkner de Mientras agonizo, donde los puntos de vista son los de los quince personajes que en sesenta capítulos cuentan el viaje de Addie en ataúd hasta un rincón perdido del sur. La novela por arte de magia rompe la ilusión de una entidad única (ellos, nosotros) y la disemina.

El personaje se apropia de la trama y destruye la despótica autoridad de la story (que es única: sólo ocurrieron estos hechos, pero múltiple, los puntos de vista de quienes los vieron y vivieron). La novela es el arte de los infinitos posibles, nos dice. Hoy esos infinitos posibles de su obra se agotan para siempre con su muerte, obligándonos a leer sus posibles finitos ya publicados.  

Siempre con humor, riendo. La ironía irrita, no porque se burle o ataque, sino porque nos priva de certezas revelando el mundo como ambigüedad. Al ofrecernos la bella ilusión de la grandeza humana, lo trágico nos aporta un consuelo. Lo cómico es más cruel: nos revela brutalmente lo insignificante de todo.

Dios nos cuide, decía Kundera, de los agelastas, de los que no saben reír. Me quedo con este Kundera, el que me enseñó que sólo cuando perdemos la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los demás, cuando nos convertimos en individuos. Nadie posee la verdad, pero todos tenemos derecho a ser comprendidos. 

POR PEDRO ÁNGEL PALOU
COLABORADOR
@PEDROPALOU 

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