En el templo del convento de San Felipe y Santiago apóstoles de la Orden de Frailes Predicadores en Azcapotzalco (en náhuatl, “en los hormigueros”; la geografía de los tepanecas que fueran gobernados por Tezozómoc), sede del mercado prehispánico de esclavos, se encuentra resguardado un secreto plástico de primerísima magnitud: el retablo de Santa Rosa de Lima (1586-1617; canonizada por el pontífice Clemente X en 1671?), dedicado a la primera de América elevada a los altares. Una de las manifestaciones más cabales y mejor logradas del barroco novohispano, del pincel de Cristóbal de Villalpando (ca. 1649, Ciudad de México- 1714, enterrado en la iglesia de San Agustín, sede de la que fuera Biblioteca Nacional entre 1884 y 1979), compuesta por dieciséis pinturas, todas escenas que representan episodios, visiones y la apoteosis de la mística.
Los dominicos se establecieron en esta ribera de la cuenca lacustre desde 1529. El recinto dedicado a los mártires honrados el 3 de mayo, inició su construcción en 1565 por fray Lorenzo de la Asunción, concluida más de siglo y medio después tras una serie de calamidades naturales. Su fachada esté labrada en andesita rosa, la piedra utilizada para varios de los monolitos mexicas, entre ellos la Tlatecuhtli, hallada el 2 de octubre de 2006 en la que fuera Casa de las Ajaracas, inmueble levantado en la traza del recinto ceremonial del Templo Mayor.
Hacia 1653, un fuerte sismo derribó gran parte del templo, que sería reedificado y consagrado el domingo 8 de octubre de 1702. De principios del XVIII son la actual fachada de la parroquia, el atrio, la ampliación de la sacristía y la Capilla del Rosario, la cual se
concluyó el día 20 de enero de 1720. Conjunto constructivo que todavía cuenta, y quién sabe por cuánto tiempo más dado su deterioro, con vestigios de los artesonados originales, únicos en la Ciudad de México a excepción de los sí en perfecto estado del Hospital de Jesús en el Centro Histórico.
Como es sabido, Villalpando -al igual que muchos artistas de su época- utilizó con frecuencia estampas europeas como fuente de inspiración de sus obras. Iniciado en el taller de Baltasar de Echave Rioja (1632-1682), pronto sigue a Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682) y Juan de Valdés Leal (1622-1690). El barroco se afirma en Nueva España a partir de 1680, justo cuando Villalpando, con seguridad, ya dispone de obrador propio.
En estos años se acentúa la influencia de Pedro Pablo Rubens (1577-1640) sobre nuestro pintor. Tras su incursión en el convento de Huaquechula (1675), Puebla, y su intervención más reposada en Azcapotzalco (1681), donde se aprecian además las influencias de los flamencos Martín de Vos (1532-1603) y Adriaen Collaert (ca.1560-1618).
1710 será el año en que se fechen sus últimas composiciones en el colegio jesuita de Tepozotlán: los 22 medios puntos con pasajes de la biografía de San Ignacio de Loyola (1491-1556). Prolífico a más no poder, desigual, de estilo propio ajeno en gran medida a pesar de dialogar con los lenguajes europeos, Cristóbal de Villalpando ilumina como nadie, antes o después, el orbe hispánico con su paleta refinada.
Y una de sus más notables obras, el Retablo de Santa Rosa de Lima, se atesora en el templo del antiguo convento de San Felipe y Santiago apóstoles, elevado a la calidad catedralicia por el papa Francisco el 28 de septiembre de 2019 al crear la diócesis de Azcapotzalco, en justo reconocimiento a la importancia de su historia y su feligresía, los “chintololos” (en náhuatl, “los de las asentaderas redondas”), así llamados despectivamente por los aztecas. Conozcamos nuestro pasado para ser dignos herederos de él.
Luis Ignacio Sáinz
Colaborador
LSN