COLUMNA INVITADA

La Torre Eiffel (1887-1889)

Con exactitud de artefacto de relojería, el monumento de 312 metros de altura y siete mil 300 toneladas de peso del metal se levanta orgulloso en el Campo Marte

OPINIÓN

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Luis Ignacio Sáinz / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Nadie en su sano juicio osaría cuestionar la presencia de la Torre Eiffel en el corazón de París, que tras superar las críticas feroces en su origen hoy día representa una de las más notorias señas de identidad de la “ciudad luz”. Se trata del proyecto victorioso en el concurso abierto para ser el broche de oro de la Exposición Universal 1889, siendo escenario de su inauguración el 15 de mayo. Contó con el diseño de los ingenieros Émile Nouguier (1840-1897), enorme calculista de obras monumentales (puentes y viaductos, por ejemplo) en Francia, Portugal y España, y Maurice Koechlin (1856-1946), descubridor del método geométrico de la estática gráfica para resolver problemas mecánicos, cobeneficiarios de la patente. El arquitecto Stephen Sauvestre se encargó de fortalecer la estética de tan inmenso poste. Proeza hecha realidad en dos años dos meses y cinco días.

Símbolo del progreso tecnológico e industrial que fuera posible gracias a su carácter básicamente prefabricado, nótese que sus 18 mil 38 piezas fueron elaboradas y ensambladas en los talleres de Levallois-Perret, incluyendo el montaje de dos tercios de sus dos millones y medio de remaches. Se prefirió el hierro sobre el acero, eliminando por pudelación el exceso de carbono. Con exactitud de artefacto de relojería, el monumento de 312 metros de altura, obelisco de nuevo tipo, y siete mil 300 toneladas de peso del metal más otras dos mil 800 de otros materiales, se levanta orgulloso en el Campo Marte frente al Puente de Jena, descansando sus aristas en 16 bloques de cimentación de mampostería, mientras dos de sus pilares se colocaron por debajo del nivel del río Sena gracias a pozos de aire comprimido.

La megalópolis ya había albergado muestras semejantes a la del primer centenario de la Revolución francesa: 1855 en los jardines de los Campois Eliseos y 1867 y 1878 en el propio Campo Marte. Esta suerte de antena gozó de la compañía del Palacio de Bellas Artes y Artes Liberales de Camille Formigé y el Palacio de Industrias Diversas de Joseph Bouvard, estructuras metálicas transparentes cubiertas de vidrio. Conjunto, pues, que promovía el intervencionismo metal-mecánico en el paisaje urbano y el espacio público. Iluminada por gas desde su inauguración, y a partir de 1900 con electricidad, sería hasta la restauración de 1985 cuando Pierre Bideau rediseñara el sistema con 336 lámparas de sodio al interior de su esqueleto.

Gustave Eiffel (1832-1925) afrontó, con el pleno respaldo de las autoridades, los embates de sus detractores. Al inicio de la construcción, una cuarentena de los más granados intelectuales de la época suscribieron un manifiesto en su contra aparecido en “Le Temps”. Entre ellos Guy de Maupassant (1850-1893), el autor de la novela “Bel-Ami” o el cuento “Bola de sebo”, que la califica de “alta y enclenque pirámide de escaleras de hierro, desdichado y gigantesco esqueleto” o Joris-Karl Huysmans (1848-1907), el escritor de “Á rebours”, que la llama “ese espantoso poste enrejillado, esa rejilla en forma de embudo, a mayor gloria del alambre y la chapa, aguja de Nuestra Señora de la Chamarilería”. 

Su impulsor y responsable respondió con elegancia: “Por el hecho de que nosotros seamos ingenieros, ¿creen ustedes que la belleza no nos preocupa en nuestras construcciones y que incluso al mismo tiempo que hacemos algo sólido y perdurable no nos esforzamos por hacerlo elegante? ¿Acaso las auténticas condiciones de la fuerza no son siempre compatibles con las condiciones secretas de la armonía?”. El tiempo le daría la razón. Desde su apertura, la respuesta popular fue rotunda a su favor. Nació para ser signo indiscutido de la urbe. 

POR LUIS IGNACIO SÁINZ

COLABORADOR

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