MALOS MODOS

Nicaragua y nosotros

Hace unos días, Daniel Ortega aplicó una como de tirano griego, pero en versión de cacique tropical

OPINIÓN

·
Julio Patán / Malos Modos / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Hace unos días, Daniel Ortega aplicó una como de tirano griego, pero en versión de cacique tropical: liberó a 222 presos políticos, muchos de ellos opositores prestigiados como intelectuales o activistas, pero les quitó cada uno de sus derechos, empezando por la ciudadanía. O sea, los condenó a dejar de ser nicaragüenses, se entiende que solo –y es muy grave– en un sentido burocrático. Los convirtió, vaya, en apátridas, en el sentido más antiguo y más cruel del término: el apátrida, en Nicaragua, hoy, es un paria sin derecho alguno al que puedes quitarle cada una de sus pertenencias, de la casa a la cuenta de banco, o perseguir a los familiares que se quedaron en su tierra.

Así, el país ha perdido a muchos de sus mejores, un proceso que lleva ya tiempo. Ya no están, digamos, ni la poeta Gioconda Belli, ni buena parte de la familia Chamorro, dueña del periódico La Prensa. Antes, Ortega persiguió al ya nonagenario Ernesto Cardenal, poeta, sacerdote y ministro de Cultura en su primer gobierno, y por supuesto a Sergio Ramírez, Premio Cervantes, escritor de primer orden y segundo al mando en el aquel mismo gobierno. 

La infamia de Ortega nos ha puesto frente a un contraste francamente triste. Por un lado, tenemos la decisión del gobierno español de darle el pasaporte de ese país a los 222 y otros 94, en un acto que, seamos justos, lo honra. Por el otro, está el silencio cómplice del gobierno mexicano, al que las violaciones de los derechos humanos le duelen en la muy humanista alma presidencial, siempre que vengan de una cosa que llama “la derecha” o “los conservadores”.

Cuando no es así, avala ilegalidades como usar a Segalmex para violar el embargo contra Venezuela, donde Maduro masacró disidentes ante el mismo silencio, o financia y homenajea a la tiranía cubana, la que encierra a chicos de 15 años por protestar. 

El primer sandinismo, el que derrocó a Somoza, tuvo en los 70 y 80 un prestigio parecido, aunque menos perdurable, al del primer castrismo, cuyo influjo probablemente sigue calentando el alma de nuestro presidente, siempre tan vintage. Son los años en que Cortázar, un talento siempre equivocado, se desvivía en cantos a esa revolución, y en que a Octavio Paz, siempre acertado, lo quemaban en imagen por cuestionar un gobierno que llamaba con justicia “burocrático-militar”.

Era un sandinismo de contrastes: tenías el estalinismo bananero de Ortega o los delirios católico-bolcheviques de Cardenal, aplaudidor de los autócratas que no lo perseguían, como Fidel Castro y Hugo Chávez, pero también a un demócrata como Sergio Ramírez, expulsado por el somocismo como ahora por su ex compañero. Ya no quedan contrastes. Queda, nada más, una cleptocracia brutal que arrasó hasta con sus viejos amigos. Es imposible entender que alguien quiera sentarse a la mesa con ella. 

POR JULIO PATÁN

COLABORADOR

@juliopatan09 

MAAZ