LA ESCENA EXPANDIDA

Danzar en la vejez y en silla de ruedas

La experiencia humana da sentido a las artes; además, la danza es generosa y puede ser interpretada por cualquier cuerpo, sin importar, incluso, la edad

OPINIÓN

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Juan Hernández / La escena expandida / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

A “Chavelita” -cuyo nombre real es Isabel Ku- la conocí hace unos 12 años. Entonces ella estaría viviendo el ocaso de su sexta década de vida. Había dejado la enfermería, tras jubilarse. Una vez cumplida su misión como trabajadora de la salud, decidió que era momento de vivir un apasionado romance con la expresión de la danza.

La primera vez que la observé en el Teatro Peón Contreras, en el Festival de Danza “La Edad de Oro”, que organiza Umbral Danza Contemporánea, dirigida por Cristóbal Ocaña, en Yucatán, me asombró.

Me deslumbró descubrir cómo un sueño aplazado puede detonar tal energía, riesgo y arrojo. Desde luego la intérprete no había estudiado danza, y tampoco lo necesitaba para encontrar en la escena una forma de expresión: la de un cuerpo consciente, con una memoria y experiencia humana que se escurría por todo el teatro, provocando una empatía inmediata por parte del público. 

Y no, no hacía piruetas, ni levantaba las piernas como una bailarina académica, pero en cada movimiento y en su respiración, emanaba un mensaje emotivo, expresado con la plasticidad enriquecida por la cultura popular.

Su cuerpo sin miedo, volaba. En cargadas y caídas, ayudada por su pareja de baile, “Chavelita” exponía que a ella ya nada le asustaba. Había vivido suficiente. La experiencia humana que da sentido al arte, la tenía y tiene ella, toda.

Era otra forma de la danza, pensé. La danza generosa, que lejos de los reflectores y los enormes egos de los creadores profesionales, apelaba a la expresión de la escena para dar cabida a todos los cuerpos, de todas las edades y condiciones.

En una de las ediciones de este festival, “Chavelita” volvió a dar un golpe certero. El telón se abrió y el espacio fue ocupado por una mujer madura en silla de ruedas. La imagen impactó, desde luego. Ella bailó con maestría, desde ese lugar que ocupa en el mundo. La silla manejada por los fuertes brazos de la intérprete, mandó un poderoso mensaje humano a los asistentes a la función.

Después de eso ya nada fue igual. Pensar la danza se convirtió en un proceso de liberación de dogmas, academicismos y de la elitización del espacio escénico, desde donde, en ocasiones, los cuerpos entrenados en la técnica, no tienen nada que decir. A los profesionales les aplaudimos la destreza física y los años que les tomó formarse para hacer esas proezas físicas, y hacemos culto a la juventud, solo porque la asociamos con la belleza de facto.

En el caso narrado, no había ni juventud, pero sí virtuosismo físico sostenido por una condición de vida. El virtuosismo para manejar una silla de ruedas como una extensión del cuerpo. La silla, transfigurada en cuerpo escénico, era posible solo en el espacio del teatro.

Bonito no fue, así que eso no fue lo que se aplaudió. Trascendente, importante, humano, sí que lo fue. Y eso resonó en las conciencias y los sentidos de quienes, cómplices, celebran esta otra forma de la danza; estos otros cuerpos que decidieron que las barreras impuestas por la noble corte dancística profesional, no los detendría en su necesidad de vivir la magia y el estado escénico, para renovar la vida. Hace un par de semanas fui a Mérida y me encontré con “Chavelita”. Los años han hecho lo suyo. Ella lo entiende. Consciente de las limitaciones naturales, ha decidido moverse hasta el último día. Mientras tanto, sigue bailando tap, folclor, jazz, salón de baile, el género es lo de menos. Ella le pone su estilo. Y verla en escena vale la pena el viaje, asistir al teatro y abrevar de la sabiduría de ese ser humano que expande la escena al infinito.

POR JUAN HERNÁNDEZ

PAL