OMNIA

Vida, muerte, ríos

¿Cuál es la causa de nuestra proclividad a la mofa respecto de la muerte?

OPINIÓN

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Eduardo R. Huchim / Omnia / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Es muy sabido que, quizá como en ningún otro país, en México nos burlamos de la Muerte, la nombramos de mil maneras, la caricaturizamos y hacemos festivos versos (“calaveras”) frecuentemente alusivos a personajes con presencia pública.

¿Cuál es la causa de nuestra proclividad a la mofa respecto de la muerte? Una explicación podría ser que le tememos tanto que, para enmascarar nuestro miedo, recurrimos a la guasa, a la chacota. Claro, hay quienes atribuyen ese trato desenfadado y burlón al espíritu festivo del mexicano. Y acaso podría tratarse de una mezcla de ambas cosas.

Pensar en la parca, lo cual es muy común en estos primeros días de noviembre, me ha llevado a recordar o redescubrir la vinculación que en las culturas antiguas existía entre la vida, la muerte y los ríos. Los griegos creían que el río Estigia -aquel donde Tetis bañó a Aquiles y lo hizo invulnerable, excepto en un talón- era el último límite entre el mundo de los vivos y el inframundo o Hades y, por su parte, los budistas tienen en el río Sanzu el equivalente al Estigia griego.

En la cultura hispánica, una de las obras cumbres de su poesía, las célebres Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, alude en su inicio a la muerte y los ríos, a los cuales identifica el poeta con las vidas humanas: Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir.

Las coplas datan de 1476 y siglos después, en su celebrada novela No hay tal lugar, el recientemente fallecido Ignacio Solares puso en labios de Susila este fluvial mensaje a una mujer agonizante: “Pedimos a ese irresistible río dormido de la vida que nos lleve a donde va… y sabemos que adonde él va es adonde queremos ir, adonde debemos ir. Por el río dormido hacia la reconciliación total…”

Para los cristianos, la muerte no es final sino tránsito a la vida eterna, que es un paraíso permanente donde está el Creador. Por eso, Santa Teresa clamaba en su poesía mística: Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero.

Suelo decir cuando se habla de la muerte que no debemos temerle sino tener presente que ha estado y está siempre con nosotros, como compañera inseparable que es de la vida. No la concibo como amenaza ni como espada de Damocles, sino, sencillamente, como figura complementaria de la vida.

En una homilía, el teólogo español José Antonio Pagola, autor del polémico libro Jesús, aproximación histórica, se refirió al punto de esta manera: “Lo que nosotros llamamos muerte, no es sino terminar de morir. El último instante en que se apaga la vida biológica. En realidad, tardamos en morir veinte, cuarenta o setenta y cinco años. Desde que nacemos estamos ya muriendo. La muerte no es algo que nos llega desde fuera, al final de nuestra vida. La muerte comienza cuando nacemos”.

Tan está siempre junto a nosotros -digo yo-, tan inseparable es que todos los días -generalmente por la noche- ensayamos el encuentro con ella. ¿O no es cierto que el sueño diario es justamente eso, un ensayo del sueño eterno?

Plus Online: La muerte santificada

En México ha crecido en este siglo la devoción a la Santa Muerte, figura que algunos estudiosos vinculan con cultos prehispánicos pero cuyos orígenes no están del todo claros.

Lo que sí resulta evidente es que su proliferación comenzó en los primeros años de este siglo y su culto se asoció inicialmente con la delincuencia organizada, si bien actualmente se ha extendido a diversos grupos sociales, en los cuales la Santa Muerte es objeto de devoción familiar.

El asunto ha merecido la atención de la academia y, por ejemplo, el Colegio de la Frontera Norte (hoy presidido por Víctor Espinoza Valle) y el Colegio de San Luis (encabezado por David Vázquez Salguero) publicaron en 2016 el libro La Santa Muerte: espacios, cultos y devociones, coordinado por Alberto Hernández Hernández. y en el que participan una decena de académicos mexicanos y extranjeros.

En la introducción, Hernández señala que la figura detonante de este culto ocurre en 2001, con la aparición de un altar callejero en el popular barrio de Tepito, montado por Enriqueta Romero “Doña Queta”, fuera de la emblemática vecindad conocida como la Casa Blanca, la misma donde Óscar Lewis realizó su investigación publicada como Los hijos de Sánchez.

Como sostiene la antropóloga social Lorena Careaga, “para quienes poco saben del culto a la Santa Muerte, esta obra es una revelación y brinda la oportunidad de apreciarlo bajo la lente de distintas disciplinas y diversos contextos”.

POR EDUARDO R. HUCHIM

COLABORADOR

@EDUARDORHUCHIM

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