COLUMNA INVITADA

Utopía entre las rosas

Con su propia bandera, lenguaje (el esperanto) y hasta estampas postales, Rosa declaró la independencia de su nueva república en mayo de 1968, asumiendo el cargo de presidente

OPINIÓN

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Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

El año era 1967, el mundo entero se encontraba envuelto en la paranoia y el frenesí de la Guerra Fría, mientras que los campos de batalla en Vietnam cobraban cientos de víctimas diariamente, alimentando el fuego de una contracultura que cuestionaba cada vez con más vigor los fundamentos del status quo imperante. En este contexto, en apariencia tan poco propicio, la pequeña ciudad italiana de Rímini fue testigo de cómo un ciudadano común y corriente montó un desafío frontal al orden establecido.

Su nombre era Giorgio Rosa, ingeniero de profesión, y su sueño era crear, a tan sólo 12 kilómetros de la costa italiana, una nueva nación, a la que bautizaría como la República de la Isla de las Rosas. Para ello, diseñó y financió, de su peculio, una plataforma de 400 metros cuadrados, suspendida a 26 metros sobre el nivel del mar, la cual habría de contar con restaurante, bar, tienda de souvenirs y oficina postal. Con su propia bandera, lenguaje (el esperanto) y hasta estampas postales, Rosa declaró la independencia de su nueva república en mayo de 1968, asumiendo el cargo de presidente. 

Como era de esperarse, la respuesta del gobierno italiano no fue precisamente entusiasta, acusando a Rosa de explotar las reglas del derecho internacional para lucrar con el turismo —y, presumiblemente, con alcohol y apuestas—, evadiendo al mismo tiempo el pago de impuestos y cualquier otro tipo de fiscalización estatal. Algunos políticos, aprovechando la histeria del momento, llegaron al punto de afirmar que la plataforma sería usada como base de operación para submarinos nucleares soviéticos.

Poco pudo hacer la microrrepública para resistir el poder descomunal del Estado: 55 días después de su declaración de independencia, las fuerzas militares italianas asumieron control de la plataforma, destruyéndola con dos cargas de dinamita. Unos días después, una tormenta se encargó de terminar el trabajo, sepultando para siempre el sueño de Rosa en el fondo del Adriático.

En un mundo donde nada parece escapar al poder omnímodo de un Estado empeñado en regular hasta el último detalle de nuestras vidas, no hay lugar para la Isla de las Rosas; el individuo, con sus sueños y esperanzas, cede ante un Leviatán que exige homogeneidad absoluta en todos los espacios y en todos los tiempos. A más de medio siglo de su desaparición, quizás el único recuerdo que queda de la efímera república son las estampillas postales emitidas en 1969 por el “gobierno en el exilio” de la isla. Con un valor de 60 miloj (la moneda inventada por Rosa), retratan el momento en que la isla fue dinamitada. A la imagen la acompaña una leyenda en latín: “Hostium rabies diruit opus non ideam” (“La violencia enemiga destruyó la obra, pero no la idea”).

Esta antaña historia nos pone en recuerdo que la democracia como obra institucional, se erige por las ideas colectivas de libertad, tolerancia, inclusión, pluralidad y diversidad, que reconociéndonos diferentes, todos somos parte de un solo proyecto de nación; no más los unos y los otros, o el enemigo-o amigo. Una democracia, y más una como la mexicana, que surgió de un proceso revolucionario, no descansa, como muestran los principios y valores constitucionales, en una sola idea de nación. Este es el ideal. La unidad es más que la suma de sus partes. 

Y así como la pequeña Ínsula de las Rosas surgió en el mar para reclamar su diferencia, pero su igualdad con las demás naciones, las instituciones democráticas se anclan en los torrentes históricos resistiendo la constante embestida de un Leviatán totalitario; pero con la esperanza que aunque se destruya la obra, la idea sobreviva.

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA

MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

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