COLUMNA INVITADA

Judicatura independiente

Entonces, puede preguntarse, ¿para qué esta independencia? Si algún gobierno proclama “encarnar el espíritu de la nación”, ¿deberían las juezas y jueces sujetarse indiscutiblemente a esa “encarnación de la voz popular”?

OPINIÓN

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Juan Luis González Alcántara / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

En 1985, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó los Principios básicos para la independencia de la judicatura, que reflejan el consenso internacional respecto de un tema que, en su momento, había sido profundamente debatido, y hoy vuelve a encontrarse en el ojo del huracán del debate público.

Después de todo, ¿de qué o quién se supone que sean independientes los jueces? Si su función es decidir conforme a derecho, ciertamente no son independientes de la ley. Tampoco son independientes de la sociedad, pues, como cualquier otro de los poderes de un gobierno, su función es, precisamente, la de servir a esta misma sociedad, en donde radica en última instancia la soberanía.

Entonces, puede preguntarse, ¿para qué esta independencia? Si algún gobierno proclama “encarnar el espíritu de la nación”, ¿deberían las juezas y jueces sujetarse indiscutiblemente a esa “encarnación de la voz popular”?

Ciertamente así lo pensaron los monarcas y dictadores absolutos en siglos pasados. Hasta antes de la Revolución, los Borbones en Francia con frecuencia hacían uso de su inmenso poder para someter a jueces “rebeldes” e “incómodos” que se interponían entre el soberano y sus designios.

Pero todo esto descansaba sobre una ficción. Ningún hombre puede “encarnar” la voluntad o el espíritu de la sociedad, ni los monarcas de entonces ni los legisladores y jefes de Estado de hoy. Por ello, la importancia de Los Principios de las Naciones Unidas es que buscan esbozar los cimientos necesarios para salvaguardar a la judicatura frente a los otros poderes, y se vuelven especialmente importantes en las democracias electorales, donde el discurso propio de las ramas “políticas” del gobierno, diseñado para apelar, en lenguaje sencillo y directo, a las preocupaciones más inmediatas de la sociedad, puede fácilmente ahogar el discurso técnico y complicado de los tribunales.

Un legislador puede proponer la iniciativa que mejor le parezca, o bien puede decidir que todo está bien, incluso no proponer ninguna; un tribunal no puede darse ese lujo: las partes llegan ante él con una controversia y no tiene más opción que resolverla, no conforme a lo que mejor le parezca, sino a lo que le ordena la ley y la Constitución. Finalmente, un gobierno, ante un déficit presupuestal, puede cancelar la construcción de una carretera o de un monumento, priorizando rubros más indispensables como podrían ser seguridad, salud o educación; en cambio, para un juez sería impensable decirle al justiciable: “lo siento, pero su problema no es importante; hay cosas más urgentes” y negarse a oírlo en juicio.

Por supuesto, si ninguna persona o grupo puede “encarnar” la voluntad de todos los miembros de la sociedad, tampoco puede hacerlo ninguna ley, ni siquiera la propia Constitución: los planes, sueños y aspiraciones de cada persona son únicos, y sus posibilidades prácticamente infinitas. Pero lo que sí puede hacer la Constitución —y el Estado de Derecho en general— es reconocer a toda persona, sin importar sus circunstancias específicas, el mismo derecho a ser reconocido, escuchado, atendido y respetado como un individuo.

Pero ¿quién escucha entonces a la mujer que fue discriminada en su trabajo, al hombre cuyos bienes fueron embargados injustamente, a las niñas y niños cuyo padre se niega a cumplir con su deber de alimentarlos? Ciertamente no serán el Legislativo ni el Ejecutivo, ocupados como están en grandes proyectos destinados a la comunidad en general.

Los integrantes del Poder Judicial (desde el oficial hasta el juzgador) son la unidad institucional que salvaguardan el tejido invisible de la sociedad, remediando los atropellos de los particulares o siendo el último bastión de defensa ante la embestida despótica de las autoridades. Son el dique de contención de los pequeños conflictos hasta las grandes crisis constitucionales. Su independencia no debe entenderse como privilegio, sino como un pilar fundamental para garantizar la pluralidad de individuos en un Estado constitucional. Son garantía de una paz social.

Ésa precisamente es la labor de las juezas y los jueces: servir y proteger a individuos y comunidades específicas cuando, para el resto del mundo, no son más que un número más en la estadística, o parte de un discurso. Aquí, hacer justicia es reconocer que cada conflicto y cada persona es única e irrepetible, y que merece una solución única que reconozca su individualidad y su dignidad.

POR JUAN LUIS GONZÁLEZ ALCÁNTARA

MINISTRO DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LAN ACIÓN

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