COLUMNA INVITADA

Una diplomacia para el autoritarismo

Durante la era del priismo hegemónico, la política exterior mexicana fue construyendo una tradición “principista”

OPINIÓN

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Guillermo Lerdo de Tejada / Columna Invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Durante la era del priismo hegemónico, la política exterior mexicana fue construyendo una tradición “principista”, que en particular exalta dos aspectos: la autodeterminación de los pueblos y la no intervención en asuntos de otros países.

Aquello se presentaba como una supuesta muestra de independencia, sobre todo respecto a Estados Unidos, y de solidaridad con otras naciones subdesarrolladas. En realidad, detrás de esa retórica había una lógica mucho menos noble: México, gobernado entonces autoritariamente, no deseaba que nadie de afuera viniera a reclamarle su falta de democracia ni sus abusos a los derechos humanos. La diplomacia principista era en gran medida un ofrecimiento de silencio e impunidad recíprocos: no molestamos para que no nos molesten. De ahí vienen, por ejemplo, las cordiales relaciones con la Cuba castrista.

Cómodo en este modus vivendi coreografiado, México no se preocupó por definir sus intereses. Factores como el crecimiento de nuestra economía y población, así como nuestra integración con América del Norte, nos fueron dando un mayor peso global, pero nuestra diplomacia continuaba siendo la de un país cerrado y marginal: una diplomacia de bellísimas declaraciones (sin duda con algunos momentos estelares, como el Tratado de Tlatelolco), pero por lo más de indefiniciones sustantivas sobre nuestro lugar y objetivos en el mundo.

Ese periodo aún es recordado por algunos nostálgicos como la época cuando “todo mundo nos respetaba”. Y sí: porque cuando no se tienen opiniones firmes ni intereses claros, es muy fácil no incomodar. Pero quizá más que respeto, lo que proyectábamos era irrelevancia.

Durante el siglo XXI, a medida que avanzaba la transición democrática y la apertura económica, paulatinamente la política exterior empezó a reflejar dichos cambios. Por ejemplo, si bien ese objetivo se siguió persiguiendo, se agregó el de promover los derechos humanos, lo que permitió la denuncia a regímenes autoritarios en otros países, como en sexenios recientes ya se hacía a propósito de Venezuela.

La empalagosa sensibilidad latinoamericanista nunca ha abandonado el pensamiento diplomático nacional, pero fue quedando claro que los intereses reales de México están en el norte y, como nunca, se empezó a estudiar, profundizar, diversificar e institucionalizar la relación con Estados Unidos.

El lopezobradorismo regresó la política exterior a los parámetros del nacionalismo revolucionario: esos que, tras un barniz de principios, buscan blindar de críticas externas a un sistema autoritario. Quizá las afinidades ideológicas inciden, pero lo que realmente orienta esta diplomacia es reconstruir complicidades globales ante escrutinio democrático.

De ahí que, por obra u omisión, se alinee con regímenes disímiles en sus programas, pero semejantes en su naturaleza dictatorial: la Venezuela de Maduro, la Nicaragua de Noriega o la Cuba de Díaz-Canel, pero también la Rusia de Putin y ahora los terroristas de Hamás. En todos los casos se busca la “no intervención” y la equivalencia moral de víctimas y victimarios, como una forma de trivializar cualquier tipo de responsabilidad o rendición de cuentas.

Igual que antes, esta diplomacia histriónica echa por la borda la definición de intereses y consecución de intereses nacionales. Porque no es que dicha política exterior carezca de lógica; es que su lógica no es la del Estado, sino la del régimen. No es exactamente que no tenga principios, es que no tiene ética. No es precisamente una diplomacia disfuncional: es plenamente funcional a un proyecto específico: el autoritarismo.

Guillermo Lerdo de Tejada Servitje

Colaborador

(@GuillermoLerdo) 

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