LA NUEVA ANORMALIDAD

En defensa de los Oscar (y, otra vez, de Bardo)

Los Oscar siempre han generado discusiones por sus criterios; este año, el gran desaire es para la película de González Iñárritu

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

No soy, nunca seré un detractor militante de los Oscar.

Primero, porque resultan demasiado entretenidos para condenarlos. No me refiero sólo a la noche de entrega –tan pletórica de glamour, torpezas y gazapos– sino al proceso todo: la especulación a propósito de los nominados, las pasiones encendidas tras conocer la lista. Los hinchas del fútbol me comprenderán: el Oscar es un poco el Mundial de nosotros los cinéfilos, con la ventaja que sólo debemos esperar un año para la siguiente edición.

Segundo, y más importante, porque no pido a los Oscar que sean lo que no son. Quien quiera ver reconocido el gran cine deberá dirigir su mirada a Cannes, quien quiera conocer la nómina de lo mejor entre lo más vanguardista adscribirse a los galardonados de Sundance.

Lo que el Oscar reconoce cada año son los valores de Hollywood, comunidad de un

liberalismo cauto en lo político y un conservadurismo militante en lo estético, como

corresponde al mainstream del entretenimiento global. La Academia es esa institución que prefiere la cursilería bucólica de Que verde era mi valle a la revolución de forma y fondo de El ciudadano Kane (en 1941), una sátira elegante del teatro (All About Eve) a una denuncia terrible y grotesca del cine (Sunset Boulevard, esto en 1950), una celebración del triunfo contra la adversidad (Forrest Gump) a una caricatura lúcida de la violencia endémica a su sociedad (Pulp Fiction, 1994) o una parábola antirracista amable (Green Book) frente a una plano sarcástica (BlacKkKlansman, 2018).

Es con saña y con maña que he elegido esos cuatro años. Hay otros que muestran a la Academia dueña de un criterio más amplio: la mejor película de 1954 denuncia la corrupción política y la descomposición social (On the Waterfront), la de 1969 hace una lectura a un tiempo compasiva y provocadora de la agenda gay tan sólo un año después de Stonewall (Midnight Cowboy), la de 2019 (Parasite) no sólo es coreana: resulta francamente nihilista. Cuéntese, sin embargo, por cada una de ellas una una Vértigo, una Easy Rider o una Mulholland Drive sin nominación a mejor película.

 Todo esto para llegar al gran desaire del año: el propinado a la Bardo de González Iñárritu, sin más reconocimiento que una íngrima nominación a mejor fotografía (muy merecida por el francoiraní Darius Khondji). Bardo es, a mi juicio –y al de muchos críticos mucho más respetados–, una obra maestra o casi. También es una cinta solipsista (en un tiempo de reivindicaciones colectivas), que describe un entorno privilegiado (en un tiempo de suspicacia ante las elites) y expone ideas complejas y abiertas (en un tiempo de consignas).

Es, pues, la antítesis del mainstream actual. 

Entiendo su casi total ausencia de ese palmarés. No lo condeno en redondo por ella. Nomás había que decirlo.

POR NICOLÁS ALVARADO

COLABORADOR

IG: @NICOLASALVARADOLECTOR

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