LA NUEVA ANORMALIDAD

Que no aten a nuestro Bardo

Me topé con la palabra “bardo” muy temprano, en los cómics de Astérix, el simpático guerrero galo cuya aldea resiste siempre al invasor

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Me topé con la palabra “bardo” muy temprano, en los cómics de Astérix, el simpático guerrero galo cuya aldea resiste siempre al invasor. Personaje de ese enclave es Asurancetúrix, definido en la narrativa como un bardo, es decir –de acuerdo a la cultura celta en que se inscribe la antigua Galia– como el narrador oral de la comunidad, encargado de llevar con su canto el registro de los hechos y las tradiciones que dan a su entorno identidad. Término en uso en el contexto histórico de Astérix –la Europa del siglo I antes de Cristo–, la palabra cruzó con facilidad a nuestra era al hacerse sinónimo de un artista que expresa el espíritu de su tiempo y lugar y lo preserva para la posteridad, tocando vidas y sirviéndoles de espejo.

Al enterarme de que Alejandro González Iñárritu filmaba una autoficción, y de que ésta llevaría por título Bardo, inferí que con ello el cineasta mexicano se asumía tal, lo que se verifica en buena parte de su obra. He aquí que no. Que, de acuerdo a la literatura oficial de la cinta, bardo es “término que en el budismo tibetano hace referencia a un estado de transición, un intermedio, a veces entre la muerte y el renacimiento”.

La idea es pertinente: no sólo porque, en efecto, la película transcurre en una suerte de limbo entre lo tangible y lo etéreo, sino porque la referencia –arcana pero de una espiritualidad trendy– ejemplifica a un tiempo la hondura intelectual y el talante pretencioso de Iñárritu. No soy yo quien lo acusa de ello sino una autoridad superior en la materia: él mismo. Poética y despiadada, universal y solipsista, filosóficamente lúcida, políticamente sagaz y trufada de humor autolacerante, Bardo pone en escena a un Daniel Giménez Cacho notable (como siempre) en el papel de un cineasta muy parecido a su creador, que se autointerpela con crueldad de cara a un premio que, si bien lo reconoce, lo hace sentir como farsante.

La película no es original –el suyo es el territorio de la 8½ de Fellini y la All That Jazz de Fosse– pero no precisa de ello para ser brillante y relevante: homenaje a esos y otros clásicos, es también reflexión pertinaz sobre el cine de hoy y el México de ahora, sobre la función del artista en un mundo con muchas menos certezas de las que gozaran sus antecesores fílmicos.

Las acusaciones de autoindulgencia –la versión original de la cinta dura tres horas, y todas giran en torno al sosías del director– no bastan para mermar el fulgor de Bardo. Como Asurancetúrix, Iñárritu es un bardo engolosinado con su propio canto; a diferencia de él, no debe ser atado y silenciado cuando tan lejos estamos del banquete final, cuando tan terrible es la realidad y tanta falta hace una voz –sensible aun si a veces disonante– que la cante.

Bardo se estrena en salas el 27 de octubre, y el 16 de diciembre en Netflix.

POR NICOLÁS ALVARADO

IG: @nicolasalvaradolector

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