COLUMNA INVITADA

La apoteosis de la narcoguerra de AMLO

Pese a que en su gestión, el país superó en cifras oficiales el récord de víctimas de homicidio doloso y feminicidio del sexenio de Felipe Calderón

OPINIÓN

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Rubén Salazar / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Pese a que en su gestión, el país superó en cifras oficiales el récord de víctimas de homicidio doloso y feminicidio del sexenio de Felipe Calderón, el presidente Andrés Manuel López Obrador insiste que su gobierno no apagará el fuego con el fuego, un eufemismo que esconde su negativa de aprehender a los delincuentes y someterlos a la justicia, convencido que eso reducirá los homicidios generados por el narco.

Una nebulosa postura pacifista que ha hecho válida solo en la retórica, porque en los hechos, la realidad del país que asegura haber “serenado”, expone un paisaje que yace en las antípodas de la “Alegoría de la Justicia y la Paz” de Corrado Giaquinto, retratado de forma más fidedigna en “La apoteosis de la guerra” del artista Vasili Vereshchaguin.

En este lienzo, el pintor y pacifista ruso, plasmaba los horrores de la guerra, trazando al centro de la imagen una pirámide de cráneos humanos, en medio de un páramo con árboles secos -como el ahuehuete plantado por Claudia Sheinbaum en avenida Reforma- asolado por la batalla, con una bandada de cuervos sobrevolando por encima. La obra aludía a las atrocidades del conquistador turco-mongol, Tamerlán, que ordenaba apilar así las cabezas de las personas masacradas por sus ejércitos en las afueras de las ciudades sometidas, como una señal de predominio sobre los pueblos devastados (inicialmente Vereshchaguin la iba a titular como “El triunfo de Tamerlán”), dedicándola “a todos los conquistadores, pasados, presentes y futuros”.

Y los impulsores del combate del Estado mexicano al narcotráfico, pasados, presentes y seguro futuros -AMLO no ha terminado con este genocidio, solo lo ha redirigido a los cárteles que considera engendrados en el sexenio de Felipe Calderón, específicamente al Cartel Jalisco Nueva Generación- no escapan a esta dedicatoria; López Obrador la recibió con beneplácito el miércoles, en su homilía mañanera -como un Tamerlán victorioso- glorificando el arte de la guerra de los cárteles hegemónicos -que cuentan con su salvoconducto, transitando en una vía ferrocarrilera con destino a la paz anhelada, que ha sido incapaz de construir legalmente, aun si esta termina siendo más lúgubre que la pintura de Vereshchaguin-, al sostener que las entidades en las que predominan “bandas fuertes”, tienen menores tasas de violencia letal.

Puso de ejemplo a Sinaloa, con la presencia del cártel dominante que lleva idéntico nombre, el mismo que su gobierno ha cobijado con terciopelo en reiteradas ocasiones; primero, ordenando la liberación de uno de sus líderes, capturado por fuerzas federales hace tres años en el tristemente célebre operativo del “culiacanazo”; y, posteriormente, acudiendo a Badiraguato -la cuna del cártel de Sinaloa- para reunirse con una de sus familiares, sellando el encuentro con un apretón de manos que dejó un tufo siniestro de complicidad entre el poder político y criminal.

Sin embargo, el presidente omitió explicar cómo es que un grupo delictivo se convierte en “banda fuerte” o “banda predominante” en un estado, región o municipio. Existen cuando menos un par de condiciones que explican esa predominancia delictiva, de las que no quiso hablar, consciente que en ambas se observa la colusión del Estado:

1) El exterminio de las bandas contrarias. A diferencia de lo que el mandatario afirma, las víctimas de esta guerra no pierden la vida en enfrentamientos. Las “bandas fuertes” incurren en prácticas que rayan en delitos de lesa humanidad, que tienen como objetivo primario a las personas encargadas de administrar las estructuras de lavado de dinero de las “bandas pequeñas” (los cárteles dominantes se le han adelantado hace mucho al Estado en la tarea de golpear las finanzas de sus adversarios… inhumanamente, asesinando a familiares o amistades de sus líderes, o personas que emplean en sus negocios), a las que secuestran y torturan hasta la muerte, despedazándolas en vida, desapareciendo sus cadáveres en fosas clandestinas, o como Tamerlán, colgando sus cuerpos inertes en puentes, o haciéndolos montañas con sus restos en los territorios arrasados, en señal de “predominio”, con la mirada complaciente de la autoridad.

2) Contar con protección institucional. Lo anterior implica que los esfuerzos de las instituciones de seguridad y justicia están alineados con los del cártel predominante, arrasando a los más débiles, encarcelando o abatiendo a sus líderes, extraditándolos, e impidiendo su ingreso a los territorios bajo control, lo que ha derivado en casos de desaparición forzada de delincuentes invasores cometidos por elementos policiales que sirven al cártel prevaleciente. Lo que implica protección institucional a los cárteles dominantes a cambio de sobornos ilimitados a funcionarios corruptos, que hacen cada vez más difusa la frontera que separa al Estado de la delincuencia; quedando los ciudadanos expuestos al poder extorsivo de ambas esferas.

El antecedente más notable a la vista, en donde se reúnen las dos condiciones, lo tenemos en el sexenio de Felipe Calderón, aborrecido por AMLO y del que dice ser distinto, cuando el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) se consolidó como una organización predominante en estados del Pacífico y del Golfo de México, a costa del genocidio impuesto a sus rivales, principalmente del cártel de los Zetas, que al mismo tiempo era combatido por las fuerzas federales, teniendo su punto álgido en 2011, extrañamente, sin que frenarán a la par la expansión del CJNG, lo que produjo un descenso de los homicidios ese mismo año, que se mantuvo hasta 2013.

Imitando a Calderón, el Presidente López Obrador apostó a una pax narca, fortaleciendo a un cártel dominante, algo cada vez más inestable por las alternancias políticas, no solo entre partidos, sino entre facciones dentro de un partido dominante, con el poder tejiendo sus pactos granulares con la delincuencia, o conformando nuevas bandas, dedicadas no solo al narcotráfico, pulverizando los pactos previos. Nada garantiza al presidente que el próximo gobierno federal proteja a los cárteles que hoy gozan de impunidad, y que esas fracturas detonen nuevamente la violencia homicida en los estados que hoy presume, lograron un descenso radical de ese delito.

El presidente ambiciona estampar la apología de la pax narca en un mural colorido en las bóvedas del Palacio que habita, para jactarse de la exigua disminución de los homicidios al final de su mandato (que será tan efímera como la lograda por Calderón), arrojando a la fecha 120 mil vidas perdidas y 25 mil personas desaparecidas. Lamentablemente para él, lo único que verán sus ojos, cuando el fresco le sea develado, será algo más parecido a la apoteosis de la narcoguerra, de la que ahora, como lo fue Felipe Calderón en su momento, es su principal instigador.

POR RUBÉN SALAZAR

Director de @etellekt_

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