COLUMNA INVITADA

Cartas de amor en llamas

Escribir, dice el autor, no es nada fácil. Sin embargo, las lecturas y el amor consiguen un gran impulso creativo

OPINIÓN

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Jorge Alejandro Medellín Hernández / Columna invitada / Opinión El Heraldo de México

Ya empezaste a leer, me tienes entre tus manos, y ahora mi trabajo es darte lo que buscas; quizá una historia conmovedora, tal vez un buen desarrollo de personajes; puede que estés buscando un final sorprendente con un giro argumental de 360 grados, que te deje pensando después de terminarme. O puede que mi enigmático título haya atrapado tu atención.  

Un título interesante siempre es buena excusa para empezar a leer un texto. ¿No?  

Es una imagen poderosa, cartas de amor en llamas. ¿Quién las escribió? ¿Qué decían? ¿Quién les prendió fuego? ¿Quieres descubrir las respuestas? 

Pues déjame decirte, querido lector, que no las tengo, ni siquiera mi propio autor. Sólo le pareció que era un buen título para un cuento, y por lo demás me dejó sin terminar, a mi suerte.  

Notarás que estoy muy molesto, y sí lo estoy. No tengo razón de existir, estoy atrapado en el horrible limbo de los textos sin acabar. Imagínate cuánta compañía no tengo en este frío y oscuro lugar.  

Aquí estamos todos los pobres diablos sin un final; algunos dejaron de gustarle a sus autores a medio camino, otros fueron reemplazados por alguna idea mejor y terminaron perdidos en los textos pendientes, hay algunos tristes libros cuyo autor murió, y otros, como yo, que nunca tuvieron la intención de ser concluidos. 

Varios de nosotros nos la pasamos odiando a nuestros autores, nos reunimos en una especie de círculo de terapia y les juramos hasta de lo que se van a morir. Sobre todo, a los que ya sólo les hacían falta pocas páginas. Pero esperar que nos oigan es hasta cómico.  

Siempre es curioso verlos llegar, algunos con su bastón, varios en silla de ruedas; hay algunos ciegos, mudos y uno que otro sin brazos. En fin, todos estamos incompletos.  

Somos el hazmerreír de los libros terminados, quienes suelen pasearse por nuestro mundo de vez en cuando para fingir compasión o reírse de forma descarada de nuestra triste existencia. El peor de todos es La guerra y la paz, quien siempre nos presume su volumen descomunal. Atrás lo siguen Moby Dick, En busca del tiempo perdido, La montaña mágica y el Diccionario de la Real Academia, siempre exhibiendo sus proporciones.  

Pero no todos son así, hay varios libros humildes, como La metamorfosis, El viejo y el mar o Rebelión en la granja, que se portaban con más compasión.  

Lo bueno de vivir entre textos es que siempre hay que leer. Entre nosotros, los incompletos solemos leernos e imaginamos qué habría sido de nosotros si nos hubieran terminado. Algunos de los grandes suelen apiadarse de nosotros y nos dejan echarles una que otra ojeada.  

No fue hasta que conocí a Cien años de soledad y pude disfrutar de sus páginas, que decidí comenzar mi cruzada por escribirme a mí mismo.  

Tuve que empezar por poner el nombre de mi autor, pero no sé nada sobre él, ni siquiera su nombre. El supuesto Milán Yourcenar que cuelga debajo de mi título me lo inventé. Junté los nombres de dos grandes escritores, según escuché, y me lo añadí con la esperanza de ser más llamativo para el público.  

Resultó ser más difícil de lo que creí, y poco a poco fui descubriendo que escribir no era nada fácil. Empezando por el inicio, que tenía que ser poderoso y atrapar al lector antes que se aburriera de mí y me dejara de leer. He de aclarar que cuando no nos leen, los textos dejamos de vivir. Nos marchitamos, nos hundimos en soledad con la esperanza de que nos vuelvan a dar vida.  

Fue durante este arduo proceso que descubrí las ventajas de estar inacabado, así como libertades a la hora de autocompletarme.

  

Decidí volver a replantearme mi existencia, explorar nuevos rumbos, empezar de cero. Fue luego de conocer a Veinte poemas de amor y una canción desesperada, quien también me compartió sus páginas 

 Qué decidí ser un poema 

Y buscarme en los versos 

Encontrar mi significado en las estrofas  

O embellecer con hermosas rimas  

Pero no pude encontrar la prórroga perpetua 

Ni la sentencia de Omar 

Sobre mi corazón no llovieron las frías  
corolas  

Mis ojos no pudieron ser la patria del  
relámpago ni de la lágrima 

Para ser un poema hacía falta haber amado, haber llorado, haber sentido de alguna forma la infinita paradoja de la condición humana, pero yo jamás había empezado a nacer. ¿Cómo quería morir en un poema, si nunca estuve vivo? 

Mi siguiente opción fue un ensayo, parecía la idea más lógica. Se requería de mayor veracidad y objetividad; menos sentimiento y pasión.  

Intenté acomodar las ideas, buscar una hipótesis, plantear argumentos, hacer un análisis o establecer un debate. Quise generar una idea loca y controversial, quizá decir que todas las personas están enamoradas de alguna forma de sus padres y que hay un inconsciente que rige la vida, tal vez asegurar que el humano viene de los primates y que la vida surgió del océano, o al menos establecer las bases para ganar una guerra y cómo su entendimiento se puede aplicar en la vida cotidiana.  

Pero no me pude decidir por abordar ninguno de esos temas y volví a caer en la locura. 

 Perdí la fe, volví a caer en el vacío y regresé a ver mi título, pero no con desesperación, más bien con melancolía. No podía ser ni un cuento, ni un poema ni un ensayo, no estaba completo, no podía ser aquellas cartas de amor en llamas.  

Fue en ese momento que me di cuenta del error, de lo equivocado que estaba, y por fin pude ver la respuesta que había estado flotando frente a mí desde el principio. Debía de ser eso, una carta de amor.  

Pronto las letras empezaron a fluir, las palabras a bailar y los párrafos a acomodarse. Mi carta era de amor platónico, de un amor imposible que nunca llegó. De un romance fugaz pero intenso, lleno de pasión y salvajismo. Era una carta de amor a quien me leyera, tal y como todos los libros, cuentos o poemas establecen un amor con su lector. De cómo se entregan el uno al otro, de cómo buscan un espacio en su agenda para verse, de cómo el tiempo en el que están juntos es sagrado, sin interrupciones, de dedicación pura y mutua. De los dedos acariciando las páginas, los ojos desfilando a través de las letras, de las manos sujetando el lomo con fuerza. De los besos al pasar la hoja. De dejar un separador como un regalo o una forma de jurar un hasta pronto. Y el clímax al llegar al final y darse cuenta que el romance ha terminado, de que cada uno debe buscar un nuevo amante, y que, a pesar de que pasen los años, ninguno logrará olvidar al otro.  

Poco a poco fui comprendiéndolo todo, mis emociones estaban a flor de piel, cada vez iba escribiendo más rápido y con mayor fuerza, mi temperatura comenzó a subir, empecé a temblar, el cuerpo me dolía y el humo emanaba de mí desde cada una de mis letras.  

El calor era insoportable, pero mientras más me quemaba, mejor me sentía; el acercarme a mi muerte me hacía estar vivo. 

Prendí en fuego. 

Y mientras mi vida se consumía, lo terminé de entender, mi propósito estaba cumplido. Ahora estaba feliz, tranquilo, sereno. La temperatura comenzó a descender.  

El incendio había terminado y poco a poco, el viento se llevó mis 

POR JORGE ALEJANDRO MEDELLÍN HERNÁNDEZ (MILÁN YOURCENAR)

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