COLUMNA INVITADA

Quien hace la guerra olvida a la humanidad

Mirar el rostro del otro violentado nos recuerda nuestra propia dignidad y el sentido verdadero del uso del poder

OPINIÓN

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Rodrigo Guerra López / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

En todas las épocas, la guerra se ha hecho presente. La pasión por destruir al otro se enciende cuando no hay deseo de ingresar al arduo camino del diálogo y de la búsqueda racional de acuerdos. Agredir y humillar al otro es una táctica común que se vive en los micromundos de las redes sociales y en los grandes espacios de decisión política.  

Los maximalistas de cualquier bando, miran con condescendencia a quienes apuestan por el diálogo, por las vías no-violentas, por la cultura del encuentro. La lógica del “todo o nada” los hace incapaces de reconocer la limitación del propio pensamiento y la necesidad del otro, aún del adversario, para entender la realidad y para trabajar por el auténtico bien común. El maximalismo, al afirmar “se han agotado las vías para ponernos de acuerdo”, da el primer paso de la espiral de violencia que construye el corazón de los conflictos bélicos. 

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El Papa Francisco en “Fratelli tutti” afirma: “Toda guerra deja al mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las fuerzas del mal. No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos civiles masacrados como “daños colaterales”. (…) “Prestemos atención a la verdad de esas víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y escuchemos sus relatos con el corazón abierto. Así podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz.” 

En efecto, “tocar la carne” de quienes sufren, mirar a través de los ojos del violentado, es una de los más potentes vacunas contra la cómoda indiferencia de quienes tendemos al aburguesamiento y a la insolidaridad. El rostro del otro es un imperativo ético, pensaba Levinas. Un imperativo que dice: “no me mates”, “no canceles mi humanidad maltrecha”. Un imperativo que nos revela, entre otras cosas, nuestra propia dignidad.

La semana pasada el Papa Francisco nuevamente colocaba el dedo en la llaga: “Quien hace la guerra olvida a la humanidad. No parte de la gente, no mira la vida concreta de las personas, sino que antepone a todo los intereses de parte y de poder”. De inmediato me sorprende que el Papa apele a la vida concreta de las personas como diciendo, el tipo de límite que requiere la voluntad de poder no es el que procede de una idea más o menos genial sino de un hecho empírico, de un acontecimiento que desafíe en términos prácticos al poder: el testimonio sencillo, y simultáneamente profundo, del ciudadano ordinario que, como ha aparecido en un video que ha dado la vuelta al mundo, intenta detener con su propio cuerpo a un tanque ruso en las afueras de Bakhmach (Ucrania). 

Estos testimonios aparentemente irrelevantes, pero profundamente valientes, son fuente de esperanza en tiempos de una guerra atroz. Son ese tipo de gestos los que nos recuerdan que lo que siempre da sentido y legitimidad verdadera al uso del poder es la dignidad de la persona, sobre todo, de aquella más vulnerable y frágil. 

POR RODRIGO GUERRA LÓPEZ
SECRETARIO DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA
RODRIGOGUERRA@MAC.COM

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