COLUMNA INVITADA

Un recuerdo de la fiesta del libro

En una esquina un grupo de adolescentes vestidas de negro y rojo, y llevan unos curiosos letreros: doy abrazos, acepto abrazos. Me atacan, en grupo

OPINIÓN

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Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

¿Qué harían las hormigas si festejaran Sant Jordi? Lo mismo que los catalanes, seguramente. Saldrían de los túneles de arena que han labrado con parsimonia y saliva, y comprarían todas las rosas –incluidas las de Verlaine y las de Borges y la rosa caliente de Villaurrutia– y todos los libros para intercambiárselos en un frenesí despiadado de hormigas cultas. 

Las fiestas de la cultura tienen siempre buena prensa, hay que alabarlas a riesgo de convertirse uno mismo en aguafiestas. Recuerdo mi primer 23 de abril en Barcelona. Una fiesta algo sexista –aún ahora parejas mayores van así marcados con su género: ella con una rosa roja inmaculada, pero envuelta, él con un libro en la mano o dentro de una bolsa de plástico, para que así quizá ni la rosa ni el libro se contaminen de los cientos de miles que están haciendo lo mismo. Las parejas jóvenes llevan ambos rosas y libros lo que no deja de representar una esperanza.

En una esquina un grupo de adolescentes vestidas de negro y rojo, y llevan unos curiosos letreros: doy abrazos, acepto abrazos. Me atacan, en grupo. Les pregunto la causa de tan inusual festín, del instantáneo ágape con desconocidos. Ellas se limitan a comentar: tenemos que llegar a 50 abrazos. 

Va bien abrazar, qué duda cabe. 

Las muchachas corren a la otra acera. A ese paso habrán conseguido no 50, sino mil abrazos antes de mediodía. 

Yo sigo caminando por las Ramblas. Tanto libro me perturba. Pero lo que más me molesta es la presencia de los escritores detrás de las carpas, firmando ejemplares.

Me recuerda el frenesí de la firma aquella ocasión en Madrid en la que una enorme fila pedía la firma de Antonio Gala, en El manuscrito carmesí. Un ayudante le preguntaba el nombre al poseedor del libro, otro garabateaba el nombre en el libro y Gala se dignaba a poner no una firma, no. Un sello con su firma. Me quedé perplejo, pero ahora pienso que tiene sentido: la firma es un fetiche, algo que da valor personal al libro, nada más. Alguna vez alguien inventó también una app para que los autores pudieran firmar sus libros en Kindle, hágame el favor.

¿Qué hace aquí, me pregunto, en medio del festival de la palabra el hombre o la mujer que produjo esa cosa que ahora gracias a un caballero andante que mataba dragones festejamos al leer e intercambiar libros? ¿Qué hace aquí el escritor? Es al menos una figura grosera ese autor que quiere estar allí, ese sí como un soberano aguafiestas, interponiéndose entre dos seres que existen gracias a que él ha desaparecido: el libro y su lector.

– ¡Déjennos ya en paz!– parecen gritarles las grandes pilas de libros a los autores de éxito que pergreñan sus autógrafos manchando las páginas de esos libros que ya no le pertenecen a ellos sino a quien los compra.

En la Plaza de Cataluña me regalan un globo, es del PSC. Y un panfleto que dice el nombre de alguien y su eslogan: el alcalde de la gente. 

¡Qué flojera! ¿Qué demonios hace un partido político en medio de las Ramblas, en un día así, el día de las palabras, del lector y de las flores?

Debiera haber una hormiga soldado que comandara un ejército para fulminarlo. Si de veras fue el alcalde de la gente siquiera debió haber dejado a los lectores en paz.

POR PEDRO ÁNGEL PALOU
COLABORADOR
@PEDROPALOU

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