COLUMNA INVITADA

Arte y violencia

Hace años vi una difícil exposición de pinturas de David Lynch en el rarísimo museo de la Fundación Cartier en París

OPINIÓN

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Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Hace años vi una difícil exposición de pinturas de David Lynch en el rarísimo museo de la Fundación Cartier en París. Rarísimo porque lo hizo Jean Nouvel que debería tener una prohibición mundial de seguir haciendo museos. En ninguno de ellos, todas hermosas esculturas urbanas, se puede colgar un cuadro o se puede exhibir algo sin que la luz te enceguezca como un moderno Tiresias sólo por el pecado de querer contemplar arte. Este edificio, en particular es una caja de vidrio sin una sola pared. Así que Lynch y sus museógrafos se las vieron fatal y colgaron unas cortinas enormes de colores a guisa de muros frente a las que suspendieron en un alarde de técnica y malabarismo los enormes cuadros y las aún más enormes fotografías de la muestra.

Ha sido la exposición más compleja de admirar que haya presenciado. En la muestra de marras se mostraba toda la violencia que en sus películas se encuentra contenida, pero allí, el espacio bidimensional le retiraba de golpe la sutileza. Cuando uno admira Mulholland Drive todo el terror se sostiene por ausencia: una cortina que se mueve es suficiente para erizar el cuerpo. En sus cuadros, Lynch coloca lo que ha retirado de sus cintas: la obsesión por la banalidad del mal de la que hablaba Hannah Arendt. Un hombre de pantalón de mezclilla y cinturón enorme ha sido pegado sobre un lienzo casi rojo. Lleva un saco azul marino.

Lynch ha pintado en acrílico sólo lo que pudo ser su cabeza y luego le ha superpuesto donde debía ir el corazón un enorme estómago y un intestino grueso de plástico que son quizá lo único que el espectador mira, aunque desvíe la vista. Me quedé allí, frente a ese cuadro casi media hora. Durante ese tiempo todos quienes lo vieron, sin excepción, voltearon, miraron de soslayo. Flavio Filóstrato lo dijo hace ya muchos siglos: “Si la mímesis a menudo retrocede aterrada, la fantasía no retrocede jamás.” Todos retrocedemos frente al aire de fuego de Lynch que algo tiene de fresco romano.

En la pintura romana como en la de Lynch la energía de los cuerpos no se propaga, hay una renuncia tácita al movimiento, no hay acción alguna, no hay siquiera volumen o profundidad sino sólo un vacío que se convierte, curiosamente, en una verosimilitud irresistible, que mueve al espanto. Y el espanto, eso sí que lo sabíamos del cine de Lynch, es siempre silencioso, no lento, mostrándonos el presente eterno. Y presente eterno quiere decir petrificación. La violencia es una piedra, una losa enorme en donde ya no hay mutación posible.

Es un rito despojado de mito. El mismo que horrorizó a un africano, Aurelio Agustín y le hizo escribir en su Ciudad de Dios, que el miembro infame que adoraban los romanos con lenguaje obsceno y deshonroso en la ciudad de Lavinium, servía sólo para asegurar la siembra y ahuyentar el mal de ojo: fascinatio repellenda. En El aire está en llamas Lynch fue demasiado lejos para cualquier espectador porque llevó a su propio límite sus imágenes. Hay unos cuantos en el cine contemporáneo, que se atreven a llevar las convenciones morales sobre la sexualidad hasta las últimas consecuencias. En literatura cada vez menos, aunque necesitamos autores que nos recuerden que hay una parte animal en nosotros, una muy grande.

Y que nos muestren el espejo de los síntomas de vivir en el capitalismo tardío. Ahora que recuerdo la exposición me parece que la pregunta sigue en el aire, ¿cómo contar el horror sin ser parte del horror mismo, sin producir más violencia aún que la que se quiere mostrar? Teresa Margolles respondió, a mi juicio con un viraje en su obra plástica.

Si en sus épocas del colectivo SEMEFO y en las más maduras la violencia estaba allí, explícita, en las piezas, en sus últimas obras, como el famoso muro descascarado por los balazos, la violencia es una marca, pero se halla oculta en la sinécdoque, lo que la vuelve más poderosa. Si en la primera época la artista buscaba visibilizar la violencia, ahora, ante su presencia ubicua la denuncia procede, con sutileza. Esa sutileza que Lynch borró al hacerse artista plástico.

POR PEDRO ÁNGEL PALOU
COLABORADOR
@PEDROPALOU

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