LA NUEVA ANORMALIDAD

Guerra refrigerada

Irresistible en su poder seductor, sin más atavío que un negligé vaporoso, la esposa recarga su bien torneada humanidad en el quicio de la puerta

OPINIÓN

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Nicolás Alvarado / La Nueva Anormalidad / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Irresistible en su poder seductor, sin más atavío que un negligé vaporoso, la esposa recarga su bien torneada humanidad en el quicio de la puerta, aparta de su rostro un mechón travieso para preguntar al marido qué le preocupa. Él, de pijama, no ofrece más respuesta que la mirada perdida, inconmovible incluso ante el palpable esplendor de su mujer. “¿Francia?”, aventura ella. “No”, responde él, los ojos aún en lontananza: “Yugoslavia”.

No es necesario revelar que los actores son la inolvidable Marlene Dietrich y el tristemente olvidado Herbert Marshall para identificar la película como una reliquia: filmada en 1937 por Ernst Lubitsch, Angel tiene por premisa la crisis matrimonial de un diplomático británico y su esposa en el contexto de la inminencia de lo que sería la Segunda Guerra Mundial.

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El intercambio –más eficaz visto que narrado– mueve a risa, ya sólo por la polisemia que los actores aportan a sus parlamentos bajo la atinada dirección de un Lubitsch para el que toda palabra acusa siempre doble sentido. Hitler lleva cuatro años en el poder, Alemania se ha anexado ya Austria y amenaza con extender su Tercer Reich a todo el continente, las tensiones internacionales están a la orden del día. Al ser ésta una comedia sexual, cabe la posibilidad de que los personajes hablen en clave, de que Francia y Yugoslavia no sean aquí países sino personas o escapadas; dado el contexto político entonces vigente, sin embargo, la literalidad queda como posibilidad real: la impotencia política del acorralado Reino Unido gobernado por Chamberlain se antoja una causa más que plausible de impotencia sexual.

El cuasi chiste, sin embargo, ha dejado de producirme hilaridad en los últimos días. Cabe imaginar a la esposa insatisfecha de un alto funcionario de la OTAN preguntar a su marido si es Ucrania lo que le impide arrojarse a sus brazos, y a éste responderle con la mirada perdida que no, que es Crimea. Ha querido la historia contemporánea que nuestros intercambios actuales sobre política internacional suenen a viejo. Vivimos ya no la Guerra Fría sino la Guerra Refrigerada, pletórica de ácidos y bacilos y grasas saturadas pero ya sin frescura ni novedad alguna.

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Tras la Guerra Fría –la verdadera, la que terminó con la caída del Muro y la debacle del bloque soviético–, el triunfal modelo demócrata liberal sucumbió a una incapacidad de autorregulación que redundó en la traición de sus propios principios. Derrotó los totalitarismos pero no supo cultivar y menos exportar los valores democráticos, lo que redundó –al menos en el caso ruso– en que la nomenklatura del Politburó se viera sucedida por una cleptocracia populista, militarista y paranoide, pletórica de reivindicaciones geopolíticas a la vieja usanza.

 Hemos vuelto a 1937. Ya vimos esa película. No tiene final feliz.

Nicolás Alvarado

IG: @nicolasalvaradolector

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