COLUMNA INVITADA

La reina de los ratones

Podría traer un gato que me librara de los ratones, reflexiona el convaleciente Kafka en Zürau, pero entonces quién me salvaría del gato

OPINIÓN

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Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Podría traer un gato que me librara de los ratones, reflexiona el convaleciente Kafka en Zürau, pero entonces quién me salvaría del gato. Kafka, que odiaba la proximidad se libraba esos días de casi toda presencia humana, en el sanatorio. No le molestaba la presencia de los ratones al caminar, pero sí dentro de su cuarto: los imaginaba en la noche royendo sus dientecitos frente a su cuerpo dormido. El equívoco como forma de sostener al vacío poder. En un breve cuento Pere Calders lo dijo bien. El absurdo y el vacío de Kafka en dos líneas. El texto –la joya– se titula El expreso: “Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Le veían tan cargado de equipaje que les daba pena explicarle que ahí no había habido nunca ni rieles ni estación”.

Ese absurdo lo llamamos kafkiano. Esa es nuestra vida hoy en día, vivimos en la pesadilla que soñó Franz Kafka. Y la pandemia no ha hecho sino exacerbar esa situación paradójica.

Kafka, el habitante de la noche, temeroso de volver a ella.

Hoy por la mañana subo al autobús y el camión se va llenando, infestando de ratones de todas las nacionalidad: norteamericanos, chinos, árabes, latinoamericanos. Ratones negros y amarillos y azules. La última comunidad posible era la de los ratones, pensaba K. Y de pronto, a mi lado, viene a sentarse una ratona vieja, delgadísima –de Kenia o de Nigeria, imagino yo- con el pelo blanco apenas oculto por una enorme paemla roja que casi no cabe en el autobús.

Es Josefina, me digo, la reina de los ratones. La última protagonista de un texto de K. Me saluda y se sienta con su cuerpo ágil y enseña sus dientes de roedora. Pero su saludo es apenas un gesto: no tiene palabras. La reina del canto se ha quedado sin voz, recuerdo.

¿Para qué sirve alguien cuya única morada son las palabras si ya no tiene boca para proferirlas? Josefina extrae un gigantesco abanico, lo bate con soltura y no sólo se da aire sino que me inunda a mí de una brisa fresca de bahía qe atardece en medio del sofocante calor.

La puerta del autobús se ha estropeado y nadie ayuda al chofer que, impotente la patea para obligarla a cerrarse. Josefina ensaya un falsete, pero nada. Ni un sonido sale de su boca que se ha asombrado de la efectividad karateka del conductor.

La puerta al fin se cierra y entonces de su gigante cartera carmesí Josefina extrae unos enormes anteojos que le ocultan no sólo los ojos pequeñísimos, sino también su rostro entero.

Queda la boca muda como único recuerdo de que atrás de esa máscara se esconde ella, como si supiese que la vergüenza la sobrevivirá, como a José K. Sentado junto a ella leo a Czeslaw Milosz, un apartado de su Diccionario que titula Asco. Allí narra una anécdota que transcribo: “En el bar de una estación ferroviaria había un hombre comiendo, que se diferenciaba del resto por su vestimenta y sus modales, un ejemplo típico de la intelligentsia de antes de la guerra. Unos gamberros sentados en el restaurante se fijaron en él. Se sentaron a su mesa y empezaron a burlarse de él y a escupir en su plato.

El hombre no se defendía, tampoco intentó ahuyentar a sus asaltantes. Estuvieron así bastante tiempo. De repente el hombre sacó un revólver, se lo metió en la boca y apretó el gatillo”. La brutalidad y la vulgaridad no son fácilmente soportables –por lo menos no para este hombre ante quien la Revolución Rusa se le había colado para destrozarlo. En este país de migrantes temo ser como ese hombre que se dio un tiro.

Cierro el libro. Contemplo a Josefina. El autobús se ha quedado casi vacío, las voces del mundo se bajaron ya y regresaron a sus madrigueras. Cae la tarde. Somnolienta y cansada como una vieja catedral, Josefina también baja. No la sigo, pero la imagino abriendo con dificultad la puerta solitaria de su apartamento, sirviéndose una copa de licor en su sala, brindando por la insólita gravedad del silencio para quedarse irremediablemente dormida en el sofá.

Sin fuerzas, siquiera, para irse de una buena vez a la cama.

POR PEDRO ÁNGEL PALOU
COLABORADOR
@PEDROPALOU

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