COLUMNA INVITADA

El equipo tricolor visto desde el Mar Rojo

Un recorrido sobre la victoria de México a Arabia Saudita en el Mundial

OPINIÓN

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Créditos: Especial

Por más que, para variar, México tenía el control de la pelota (incluso durante los primeros 25 minutos contra Argentina así fue), sus llegadas al área de Arabia Saudita eran mayoritariamente intrascendentes. Al menos debíamos reconocerles su constancia pues en toda su participación en Catar 2002 no habían generado una sola llegada clara de gol. Y así seguían fieles a sí mismos. Pero ayer Luis Gerardo Chávez (jugador del Pachuca) claramente entendía que era el día para destacarse, para modificar su estatus de promesa al de consolidación, para echarse al hombro al equipo y, como consecuencia, dar el salto a Europa. Quería la pelota, la manejaba con criterio y, en cuanto podía, disparaba al arco rival, aunque desgraciadamente sin mucha fortuna; al menos intentaba. Esbozaba, sin saberlo aún, lo que vendría después.

Lo ayudaba, claramente, el hecho de que, cuando se veía ya perdido, por fin el obstinado y perezoso de Gerardo “Tata” Martino, entendió que un Mundial no es el lugar para otorgar homenajes (mucho menos en partidos decisivos), y prescindió tanto de Guardado como de Herrera para el once de inicio. La entrada de Orbelín Pineda, bien anclada con la presencia de Edson Álvarez (que insólitamente fue dejado fuera de la alineación contra Argentina) otorgó más libertad de movimiento a Chávez. México se veía más rápido y más dinámico con una media cancha que debió utilizar desde el principio del Mundial. Y, además, le daba la confianza que tanto se le ha escatimado a Henry Martin, quien sin balones para trabajar había mostrado no solo intenso sacrificio sino solidaridad en el esfuerzo para abrir espacios en la cancha rival. Con un tercio más sólido detrás de él, probablemente terminaría llegando alguna oportunidad para hacerse notar.

Durante el Mundial de 1986, cuando fuimos anfitriones en México, la selección de futbol acompañó la promoción del evento y la campaña para montar a la gente en el fervor del momento, con la grabación de una canción cantada por los propios jugadores, titulada “El equipo tricolor”. La letra llegaba a su clímax con el remate de una frase sintomática: “Y ante todo, por delante, el ambicionar el gol”. Justo lo que la selección de Martino no había mostrado, en lo absoluto, en los primeros dos partidos. Tal vez nadie en la Federación Mexicana de Futbol se la había puesto al DT argentino.

La mayoría de los mexicanos, seguramente, pensamos lo mismo en el momento en que apareció el último rival de grupo para México durante el sorteo del Mundial de Catar 2022: “¡ya chingamos!” ¿Sí? Pocos consideraban que Arabia Saudita, de entrada, jugaba como local (casi). Estoy en Jeddah (Yeda), la segunda ciudad más importante de Arabia Saudita. Vine al Red Sea International Film Festival, cuya segunda edición arranca hoy por la noche y estoy a hora y media en avión de Doha, Catar, la sede mundialista. O sea, sí, los árabes se sentían en casa. 

Pero, además, como suele hacer buena parte del periodismo deportivo mexicano, cuando asume hablar de selecciones de países fuera de su radar, lo hace desde el desconocimiento y, por consiguiente, a partir del simplismo, y eso permea fácilmente en los aficionados. Por eso a tantos sorprendió el triunfo de Arabia Saudita vs Argentina (más allá de las vicisitudes del partido; los 10 minutos de arrebato en el que clavaron dos golazos y el modo en que maniataron a Messi, Di María y compañía durante todo el segundo tiempo), y de pronto México se jugaba la vida no contra un flan, sino enfrentando al equipo que mejor futbol estaba practicando en el grupo, pero al que dos descuidos defensivos y las descomunales proezas de Szczesny, el arquero polaco, le negaron un triunfo que el sábado pasado todo mundo, incluso fuera de Arabia Saudita, entonces daba por descontado. Polonia se encontró un milagro que seguramente podrán adjudicarle a San Juan Pablo II. ¿Se habría agotado la fuerza de Allah contra Argentina? 

Yo, por lo pronto, tendría la oportunidad de vivir, aquí, en territorio saudí, el partido que a la postre podría terminar siendo crucial para las aspiraciones de México…y quizá también de Arabia Saudita. Dados los resultados previos ya conocidos, pintaba para una noche de fiesta, de preferencia si ganaba el equipo de mi país, pero, en todo caso, también si terminaba haciéndolo (o siquiera empatando) el equipo del país que ahora me hospeda. Pintaba para ser una larga, larga noche. Pero al destino le gusta burlarse de todos. Aunque de unos más que otros; no se cansa en recalcarlo.

En cuanto aterricé en Yeda, la noche del martes 29 de noviembre, supe que no pasaría del todo desapercibido en esta lejana y, para nosotros, misteriosa tierra. La chica que me solicitó mi pasaporte en migración, al ver que venía de México, de inmediato me dijo: “Oh, mexicano. Mañana jugamos contra ustedes. Les vamos a ganar”, y se rió. Además del sonido de su voz y su risa, solo alcancé a distinguir un centello en sus ojos. Lo único que su abaya (la túnica tradicional) complementada por el nicab (el velo que cubre el rostro) y el hiyab (velo que cubre la cabeza y el pecho) dejan escapar del negro total que las envuelve. Apenas unos metros después, en aduanas, el joven que recibió mis documentos me comentó algo similar, también sonriendo. A él sí podía reconocerle las facciones, entre alegres y juguetonas. De inmediato me pareció claro que los saudíes son muy amables y afables; y también que esperaban con ansia el partido contra México. Arabia Saudita nunca ha logrado acceder a la segunda ronda de un Mundial y México lo ha conseguido de forma consecutiva desde la Copa del Mundo de Estados Unidos de 1994; solo Brasil nos supera en ese rubro. Aunque, lo sabemos bien, fuera de los mundiales jugados en casa nunca hemos alcanzado la posibilidad de jugar un quinto partido; los cuartos de final nos han sido inaccesibles. A veces, como contra Alemania en 1998, o contra Países Bajos en 2014, solo unos poquísimos minutos se entrometían entre nosotros (bueno, el equipo, la selección, o sea, sí, nosotros) y el verdaderamente inaugurar una nueva historia, pero, como de maldición cruel, en las dos ocasiones la realidad nos abofeteó disfrazada de dos goles cuando el tiempo se agotaba. Todavía recordamos como pesadilla el de Oliver Bierhoff en el minuto 86 capitalizando el grave error de Raúl Rodrigo Lara; y ocho años después sigue sin ser penal la pérfida acrobacia de Robben aprovechando la torpeza mental y falta de juicio de Rafael Márquez, que convirtió Huntelaar en el minuto 94. Ni para qué traer a la memoria el desaguisado de Javier Aguirre en Corea-Japón 2002 contra Estados Unidos. Ni el golazo inaudito de Maxi Rodríguez en Alemania 2006. La Selección de Gerardo “Tata” Martino llevaba años (más de dos) anunciando que ni de broma optimista sería la que pudiera romper el maleficio. Aunque, como de costumbre, en colectivo aumentó considerablemente su nivel de juego una vez iniciado el Mundial de Catar 2022 respecto a lo que había mostrado en los últimos muchos partidos, la intensidad de los jugadores y el control del juego defensivo, sustentado en la juiciosa desactivación de los circuitos rivales anulando totalmente a Lewandowski (incluso con otra salvada salvaje de Memo Ochoa, ya marca registrada de los mundiales) y a Messi (hasta que Héctor Herrera decidió ser espectador de honor de su único chispazo de genio) carecían de lo elemental para un equipo que busca ganar cuando menos un partido: la llegada de gol sin la cual es casi imposible, eso, aspirar a meter un gol. Y la esencia del futbol es esa: marcar goles. El panorama no pintaba nada halagüeño.

El 30 de noviembre amaneció soleado en Yeda, esta ciudad situada en la costa oeste del Reino de Arabia Saudita, bañada por el Mar Rojo. Todo parecía en calma. La gente aquí vive de noche, cuando el clima le permite hacer vida en la calle sin aire acondicionado, cuando puede disfrutar en el paseo marítimo del rumor del mar pese a que a esas horas más que rojo todo se pinta en negro.

Combina bien con el atuendo de la mayoría de las mujeres. De día las calles son ocupadas en buena medida por personas de India, Pakistán, Bangladesh, y otros países, que vienen a buscar el trabajo que les es esquivo, o muy mal pagado, en sus lugares de origen. A ellos no les interesa tanto el futbol (aunque un taxista de Bangladesh me dijo que en su país, aunque el deporte fundamental es el cricket, hay muchos aficionados al fut y, sobre todo, gustan del practicado por Argentina, Brasil o México), y de todos modos habría sido imposible entenderles sus apreciaciones, pues la mayoría no habla inglés, y me hablaban en su idioma. Yo solo les hacía caras como respuesta. Por suerte no tengo que usar nicab.

Para no sufrir demasiado con el ansia de las horas previas al partido, tomando en cuenta que aquí se jugaría hasta las 10 de la noche, a mediodía aprovechar mi día libre de cine e ir a conocer el Casco Antiguo de Yeda, conocido como Al-Balad (Balad significa “ciudad”), el centro fundado en el siglo VII, aunque la arquitectura predominante sea del siglo XIX, con sus características casas-torres con balcones de madera. El sitio es patrimonio de la humanidad, pero en buena medida se encuentra en reconstrucción pues muchas edificaciones se encuentran en peligro de perderse para siempre. La estrategia de rescate cosmético que claramente provocará una de las retorcidas paradojas del mundo actual: dejará embellecida la zona, pero obligará a las personas que ahora la habitan a salir y buscar vivienda lejos de ahí, pues les resultará totalmente inaccesible gozar su renovada
apariencia. Por ahora, los callejones están colmados de trabajadores de la construcción, alguno que otro árabe. Como hombre de riesgo que soy, me aventuré a vestirme con el jersey verde de mi selección, ligeramente como provocación, pero sobre todo como ejercicio de antropología social, bueno, y también como apoyo, es cierto. Pronto se hicieron patente los resultados: Cada tercera calle, distintas personas (siempre hombres, por supuesto, bueno, en el lobby del hotel también un par de chicas que trabajan en el festival de cine) me paraban para decirme que nos iban a ganar, cuando les contestaba que sí, que están practicando un mejor futbol que el nuestro en el Mundial, se alegraban y me pedían tomarse fotos conmigo. Yo fui recíproco un par de veces. La amabilidad de los árabes es de escándalo. También me encontré a una señora mexicana con la que, después de hablar por algunos minutos en inglés, al preguntarnos de dónde veníamos, descubrimos ser paisanos (evidentemente ella no conocía el jersey de la selección). Después ya en la noche, mientras más se acercaba el partido, creció mi estatus de celebridad efímera. ¿Para qué hacer películas, escribir libros, idear inventos científicos si con portar la casaca verde en día de partido decisivo vs Arabia Saudita puede ser suficiente? A esas horas ya en cada cuadra me paraban para hacerme plática, grupos de chavos u hombres más grandes. Todos primero me preguntaban: “Almaksik?”, y luego procedían: “Saudi Arabia 3, Almaksik 0”, coincidía la mayoría. Yo insistía en responderles que seguramente ganarían ellos, porque estaban desplegando un mejor futbol y habían tenido muy mala suerte con Polonia. Muchos no me entendían, ni yo a ellos, pero sonreíamos, me daban la mano, o yo a ellos el puño; la mayoría me deseaba suerte, y yo a ellos. Uno incluso quiso hacerse un tiktok conmigo, masticando algunas frases en español. Lo que hace el futbol. Ah, el futbol.

Los árabes son grandes apasionados del futbol. Y hoy, aquí en Jeddah, han estado ilusionadísimos con la posibilidad de acceder a la ronda de octavos de una Copa del Mundo. Solo tenían que vencer a México, y el desafío pintaba no solo muy probable, sino incluso accesible. Unos chicos de los que me detuvieron por la calle, incluso aclararon con dejo de súplica (en un inglés atrabancado): “Nos toca a nosotros, nunca hemos pasado la primera ronda, es nuestro momento, ustedes ya lo han hecho mucho, nos lo merecemos”. Y sí, me parecía que tenían razón. Durante mi procesión de la tarde, un árabe ataviado con túnica al ver mi jersey de México, me informó que ahí, en el parque de enfrente, en el centro, por la noche habría una pantalla gigante para ver el partido. Me llamaba la atención verlo así, masivamente, rodeado de árabes. Pero un amigo inglés que trabaja en el festival, me invitó a verlo al Hotel Intercontinental, un plan más cómodo, más relajado. Opté por combinarlos. Tomé un taxi a las 9.30 y por poco y el tráfico me impide llegar a tiempo. Y cuando lo hice, ya no dejaban entrar a nadie al espacio habilitado para la proyección del partido. Le dije a los guardias que era mexicano, les mostré el jersey y el encargado del acceso, sonriendo, me dejó pasar. Todo estaba perfectamente organizado, por áreas, y casi todas estaban llenas (para sus estándares, la verdad es que había espacio suficiente en todas), pero me asignaron un lugar, sentado en el pasto. Solo hombres ocupaban cada rectángulo establecido; las mujeres únicamente podían ver el partido desde atrás, donde la pantalla casi no era visible. Parecían como sombras de la noche. 

Varios se dirigían a mí; mencionaban “Almaksik”, pero no entendía nada más. Seguro algunos proferían burlas porque los compañeros se reían, pero yo a todos les sonreía y desactivaba toda posible confrontación. No creo que hubiera habido de cualquier forma, de verdad que los árabes son extremadamente buena onda. Poco antes de la entonación de los himnos, un grupo de alrededor de 10 personas con turbantes dio una ronda desplazándose por el parque tocando instrumentos y gritando proclamas, pero el público no se enganchaba más allá de con tenues aplausos. Yo, que nunca suelo hacerlo, me levanté a cantar el himno mexicano. 

Me veían con cierto azoro (seguramente jamás habían visto un mexicano; Arabia Saudita no permitía la entrada de extranjeros salvo por cuestiones de trabajo o diplomáticas, hasta el 2019), pero nadie me dijo nada, fueron muy respetuosos. El narrador árabe mencionaba algunos apellidos mexicanos, sobre todo acentuándose en Ochoa. Durante el tozudo primer tiempo, hubo pocas ocasiones que ameritaran algún grito de exaltación de su parte. A lo más que llegaban era a aplaudir sin demasiada efusión alguna jugada cercana al gol, o la interrupción de algún intento mexicano. Solo un niño se animaba a gritar de vez en cuando.

Claramente están acostumbrados a contener sus emociones en público. Había suficiente vigilancia y parecen saber que es mejor comportarse, o su sistema ya está así programado. Por supuesto que no había cervezas, pero sí regalaban botellitas de agua. Así se fueron apagando los minutos y, en cuanto silbó el árbitro la conclusión del primer tiempo, salí corriendo para la segunda parte de mi misión. Tuve suerte en conseguir rápido un taxi, pero mala suerte de que era un taxista que manejaba lentísimo y no entendía ni en inglés ni en español mis peticiones por acelerar. Llegué al Intercontinental al minuto 3 y, claro, México ya ganaba 1-0. Mis amigos ingleses nunca me pudieron decir que había sido del tan subestimado Henry Martin, y no tenía acceso a internet para saberlo. Pero de inmediato vi que, por fin, México estaba jugando a ganar, manifestando un inédito ímpetu ofensivo y, además, llevándolo a cabo con gracia. Al minuto 7 fue que Luis Gerardo Chávez le gritó su nombre al mundo (y, sobre todo, a los buscadores de equipos europeos que seguramente ya lo tienen subrayado en sus listas) esculpiendo uno de los goles más bellos del Mundial. Espontáneamente lo grité y me levanté de un brinco, pero el silencio absoluto del lugar, los rostros severos de los aficionados saudíes y las risas contenidas de mis amigos ingleses, me hicieron, también de forma espontánea sola atinar a decir “sorry”. Por fin, cuando más cerca estábamos de lograr lo que minutos antes parecía impensable (justo por eso), me invadieron los nervios agudos. Y no podía explayarme. Sabía que nuestro mayor número de tarjetas amarillas le daban el pase a Polonia. Y que Messi (¡ay, Messi) acababa de fallar un penal. Otro tiro libre de Chávez, instalado en crack, por poco y se incrusta en el ángulo contrario al anterior. Mis amigos me empezaron a preguntar por él, anticipando que pronto jugará en Europa. Quedaba tiempo, para un gol, nuestro o de Argentina, o dos tarjetas amarillas polacas. Desgraciadamente, para lo que hubo fue para dos anotaciones en fuera de lugar (como le sucedió a Argentina), con la dosis trágica de desencanto que causa el arrebato extinguido, para un par de fallas y para un gol árabe que, también los dejaba a un gol del empate y, por tanto, de su histórico pase. Así vivimos los últimos minutos, deseando que pasara una cosa, o al menos la otra (la celebración habría sido bíblica, valga la expresión en este caso). Pero no, parece haber estado escrito (en algún lado) que ni ellos, ni nosotros encontraríamos el milagro ansiado ayer. Ni con la Virgen de Guadalupe de nuestro lado.

La era de Martino no merecía un mejor final, desgraciadamente. Concluyó en congruencia con lo que siempre fue: el aviso de que con él no llegaríamos a ningún lado. Sacar a Henry para meter a un disminuido Jiménez, y luego a Funes Mori fue el sello de su fracaso. ¿Qué se podía esperar del DT que no pudo hacer campeón al Barça de Messi, de Xavi e Iniesta? Raro hubiera sido algo diferente. Y ahora, a esperar otros cuatro años. A ver qué nueva forma para fracasar se ingenia la Federación Mexicana de Futbol. Qué nervios.

Ayer por la noche las calles de Jeddah estaban llenas de gente, como todos los días (me dicen), pero diferente, como si no supieran procesar lo que les acababa de ocurrir. Estuvieron más cerca que nunca, al final se acercaron a un solo gol de la gloria, de su gloria. En cambio, nosotros, los mexicanos, tenemos doctorado en desilusión. “Que no haya ilusos para que no haya desilusionados”, sugirió hace muchos años un sabio de la política mexicana…, pero nos encanta ilusionarnos, de eso vivimos (al menos en el futbol, aunque no solo) como si tuvieramos una fascinación con los bofetones de la realidad. Ni el doctorado que ostentamos nos atenúa el nuevo dolor. A mí, ayer, al menos sí la extrañeza de la situación, el Embeleso del día, como si todo estuviera ocurriendo en otra dimensión del tiempo, porque claramente sí estaba pasando en otro lugar, muy ajeno, muy atractivo. Cuando acaban los partidos, sobre todo, durante los mundiales, me gusta ver los programas de análisis futboleros en México. Para cotejar mis opiniones con las de los “expertos”, para reparar en alguno o algunos puntos que quizá se me escaparon o, de plano, para hacer corajes con las obviedades o necedades que alguno(s) pueda expresar. Ayer no hubo oportunidad para ello. Me quedé viendo, con un sentimiento de frustración, desconsuelo y enfado, que nunca llega del todo a la resignación, la pantalla grande que estaba a unos metros de mí. Unos analistas árabes muy probablemente llevaban a cabo un ejercicio similar al que hacen los mexicanos (y los del resto de los países), los “por qués”, los “cómos”, los “¿y ahoras?”, los “pa’la próxima” para su selección. Las personas con las que estaba yo hablaban muy fuerte y no me dejaban escuchar. De cualquier forma, no habría entendido nada de lo que decían los caballeros en la televisión.

POR: Alfonso Flores-Durón y M.