LA ESCENA EXPANDIDA

El arriesgado teatro, para unos pocos, de David Olguín

David Olguín escribe un poema dramático, y entonces el lenguaje se vuelve de una exquisitez que pocos, muy pocos privilegiados, pueden deleitar

OPINIÓN

·
Juan Hernández / La escena expandida / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

El teatro vive una de sus peores crisis de público. Me refiero al teatro que se aleja del entretenimiento para cumplir con la misión que ha tenido por siglos: poner al descubierto la condición humana y, aunque en desuso, volver a colocar los asuntos del espíritu en el centro de la discusión, lo que es una tarea compleja y propia del quehacer teatral.

 El peligro que enfrentan el teatro de esta naturaleza es que se convierta en una manifestación artística hermética, exigente, “culta”, solo para el deleite de unos cuantos; una élite que puede descubrir esos hilos que mueven a la puesta en escena y que la hacen inaccesible si no se está acostumbrado a presenciar este tipo de estéticas. Con todo y ese riesgo, David Olguín (Ciudad de México, 1963) apuesta por seguir haciendo lo que el teatro le exige. Con “La dulzura”, que escenifica en el Teatro El Milagro, el dramaturgo y director, reconocido por su solidez en la escena mexicana, nos lleva a un terreno pantanoso, difícil de cruzar y de sumergirse en él sin ahogarse, todo con el objetivo de entender la conducta de los seres humanos, las relaciones difíciles entre una madre y su hija, la ausencia del padre (ese fantasma que toca vidas y las lastima, con el abandono).

 David Olguín escribe un poema dramático, y entonces el lenguaje se vuelve de una exquisitez que pocos, muy pocos privilegiados, pueden deleitar. Se trata de una forma de expresión elevada, que recupera para el teatro el poder de la palabra dentro de una estética que se cierra cada vez más al entendimiento del público mayoritario. De cualquier forma, Olguín y sus cocreadores, la actriz Laura Almela y el escenógrafo Gabriel Pascal, están dispuestos a mantenerse en aquella trinchera de un teatro que, en definitiva, no es para todos. Lo importante en el manejo estético de esta puesta en escena es mantener vivo el motor del teatro y el objetivo cumplir con la indagación profunda en el alma humana.

 Qué desafío y, desde luego, qué dilema. Porque si bien el teatro que hace Olguín, al menos en “La dulzura” es impenetrable, en la medida que exige una cultura teatral sólida al espectador, así como una sensibilidad avezada en este tipo de propuestas cerradas, de atmósfera sofocante, de ritmo lento, de acciones arrebatadas pero de emociones contenidas, en las que la palabra sale a borbotones por momentos y luego un silencio largo, cansado; esta estética y búsqueda teatral de Olguín enfrenta la indiferencia de un público que tiene a la mano tecnología que le entretiene y a través de la cual se comunica a diario para entender el mundo.

El día que asistí al Teatro El Milagro fuimos solo cinco espectadores, en el centro circular del espacio, diseñado por Gabriel Pascal, había dos actrices. Esa pequeña comunidad toma sentido gracias al poema dramático que es escenificado, pero la soledad por las ausencias en el aforo del teatro es patente y determinante.

La pregunta es: ¿cómo sobrevive una puesta en escena con cinco espectadores? Nos referimos sí a la cuestión económica, seguramente resuelta a través de los apoyos que El Milagro y sus creadores han recibido por parte del Estado, pero más allá de eso, lo esencial es cómo mantener el ánimo para presentar una puesta en escena de esta exigencia a sabiendas que prácticamente no habrá público. Se puede uno referir a la definición de teatro que nos dejó Peter Brook (Londres, 1925—París, 2022), en el libro “El espacio vacío”: “Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”.

 Este concepto del teórico y director de teatro londinense resuena en esta puesta en escena, en la que una madre y su hija se enfrentan al fantasma del padre y el esposo ausente. La ausencia del padre llena a la hija de reclamos a la madre, mientras esta intenta terminar con ese recuerdo que no ha dejado de trastocar a ambas emocionalmente. Ese es el motivo dramático de la puesta en escena, y de ahí Olguín escarba dentro de los personajes y lleva de la mano a las actrices, Laura Almela veterana y reconocida, y a Daphne Keller, joven pero entrenada en esta escuela del teatro que puede recordarnos el legado de otro grande, el director Ludwik Margules, que fue maestro de Olguín, a quien parece haber influido en esta postura de la radicalidad del quehacer escénico.

“La dulzura” es una puesta en escena amarga, dura, frenética. Lenta como una película de Tarkovski, todo un riesgo en la época contemporánea, en la que los individuos se entretienen y comunican a gran velocidad a través de la tecnología, en plena era digital.

El autor de Belice, Dolores o la felicidad, La puerta del fondo, La belleza, Malpaís, Los habladores, entre otras obras, seguramente seguirá en esta línea que mantiene vivo a ese teatro que se reduce más a espacios pequeños, en los que la aspiración parece ser construir a una comunidad teatral que se compromete con los lenguajes de altos vuelos de la dramaturgia contemporánea y del hacer escénico sin complacencias.

POR JUAN HERNÁNDEZ
IG:@JUANHERNANDEZ4248  
TW: @ISLAS33

PAL