COLUMNA INVITADA

Sor Juana y la cocina conventual

Los extremos de lo dulce y lo salado marcan el territorio de los libros de cocina sin que todavía irrumpan las obsesiones de nutriólogos y dietistas

OPINIÓN

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Luis Ignacio Sáinz / Columna invitada / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

El 12 de noviembre se cumplió un aniversario más del natalicio de Juana Inés Asbaje Ramírez de Santillana (1648 o 1651-1695), quien fuera perseguida en su tiempo por talentosa, a grado tal que incomodaba a una sociedad, entre ignorante, patriarcal y misógina. Se llegó al extremo de confiscarle su biblioteca y confinarla a labores menudas, entre ellas las de la cocina del claustro de San Jerónimo.

Se confina al silencio el intelecto de la religiosa nacida en Nepantla al pie de los volcanes, penitencia que cumplirá en los hervores aromáticos exhalados por las estufas y hornillos. Será, hasta donde se tiene noticia, la responsable de preservar recetas de guisos y dulces en un recetario. Primer sumario novohispano de deleites y tentaciones que copiara la monja hacia 1690 y que permaneciera envuelto en los vahos y las brumas de la leyenda hasta bien entrado el siglo XX (1979) con su publicación facsimilar.

Los extremos de lo dulce y lo salado marcan el territorio de los libros de cocina sin que todavía irrumpan las obsesiones de nutriólogos y dietistas por contener y desacreditar tan deliciosos excesos. Los recetarios son transgresiones al saber iniciático, pues vulneran secretos atesorados al calor de los fogones, en la abundancia de las despensas, en la variedad de las hortalizas y los establos. Son auténticas delaciones al divulgar saberes atávicos, primigenios, quizá reservados a los elegidos mandamases de las cocinas y los refectorios.

Así, se revelan los secretos de los fogones destinados a saciar el hambre, primero, y a anidar la curiosidad del paladar, después. Poco a poco se olvida la urgencia de saciar el vacío de las barrigas; y los oficiantes de esta liturgia se concentran en los hallazgos, los descubrimientos y las invenciones de lo grato, lo adictivo y lo suculento.

Materia de discusiones interminables sigue siendo si la religiosa se limitó a vaciar en caligrafía elegante y legible las recetas en uso y fábrica en los infiernillos del claustro o si incursionó en el aporte de confecciones particulares de viandas y manjares: dulces (confites, golosinas, alfeñiques, confituras y gollerías) o salados (guisos, asados, clemoles, potajes y estofados). Sor Juana se apropia simbólicamente del recetario al convidarnos un soneto que lo anuncia y al clausurarlo con el refrendo de su firma.

Entre que son peras o manzanas, permítaseme la licencia de imaginarla con el hábito arremangado descifrando retos de cantidades que de ser exactas serían joyas al gusto: así, dudando entre libras, onzas y arcaicos reales, confía en la intuición de la constancia, optando por el monto que atesora medio cascarón de huevo o por lo que pillen tres dedos, lo que se llama una pizca

¿Se habrá refocilado con la molienda del cacao en el metate para aturdir los sentidos de sus visitantes y comensales con la confección de tableros de chocolate azucarado después convertidos en relleno espumoso de mancerinas de talavera o mayólica

No lo sabemos. Sin embargo, nos consta su sorna al contestarle a sor Filotea de la Cruz, subterfugio del obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz, con un largo panegírico en defensa del arte culinario, que remata: “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”.

POR LUIS IGNACIO SÁINZ
COLABORADOR
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