La modernidad nos ha regalado frutos dulces y amargos. Cuando pensamos en la revolución francesa agradecemos la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano, pero nos lamentamos de la muerte violentísima de muchos de sus participantes que fueron ejecutados en una locura que se salió del control de todos. La modernidad, llena de sueños de redención social incubó larvas que destruyen los tejidos finos del Estado, del mercado y de la democracia.
Los gusanos que descomponen la democracia se visibilizan cuando acontecen regresiones autoritarias por vía democrática. Una democracia aún no consolidada, es susceptible de abrir las puertas a líderes autoritarios que la instrumentalizan y que pueden colocarla en graves escenarios de riesgo. Estos fenómenos nos dejan una lección profunda y que por su sencillez parece una banalidad: la democracia requiere demócratas.
Sin personas realmente convencidas de los fundamentos de la vida democrática, la democracia puede tornarse en el origen de su propia destrucción. Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas, en el año 2004, reconocían que sin elementos “pre-políticos” que sostengan la vida democrática, todo puede desplomarse. Estos elementos no son otros que los valores fundamentales que educan a las personas reales y las hacen capaces de vivir en democracia, es decir, capaces de creer que hasta en el adversario existe dignidad y derechos fundamentales innegociables.
Cuando las convicciones democráticas no son claras, cuando no están grabadas con fuego en la conciencia y en el corazón, puede pasar cualquier cosa. No sólo se abren escenarios que colocan en riesgo a las instituciones encargadas de hacer valer la democracia electoral, sino que el extremismo irracional desde cualquier flanco puede aparecer o reaparecer. Y para muestra un botón: el 29 de octubre en la Ciudad de México, bajo el título de “El imperio contraataca”, se organizó un concierto clandestino con bandas de rock fascistas. Saludos nazis, cruces gamadas, consignas de ultraderecha. Un vocalista gritaba en el escenario: “Alarma, alarma, alarma soy fascista, terror del comunista”. El público coreaba y brincaba con entusiasmo al saberse miembros de una comunidad extrema en crecimiento.
Octavio Paz, intuyendo que la democracia no se basta a sí misma, y que puede ser víctima del radicalismo de un lado o del otro, decía: “La libertad puede existir sin igualdad y la igualdad sin libertad. La primera, aislada, ahonda las desigualdades y provoca las tiranías; la segunda, oprime a la libertad y termina por aniquilarla. La fraternidad es el nexo que las comunica, la virtud que las humaniza y las armoniza. Su otro nombre es solidaridad, herencia viva del cristianismo, versión moderna de la antigua caridad”.
La mayor parte de su vida, Octavio Paz, no fue cristiano creyente. Vivió como agnóstico. Sin embargo, supo reconocer que, en el cristianismo más esencial, existe una medicina para nuestras democracias: la fraternidad. El Papa Francisco, ha dedicado una Encíclica completa a este asunto. Ojalá no lleguemos tarde a reconsiderar estas cuestiones.
POR RODRIGO GUERRA LÓPEZ
SECRETARIO DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA
RODRIGOGUERRA@MAC.COM
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