El castrismo es un régimen concentracionario desde que nació, o muy poco después. Tampoco es que sea una novedad. Sabíamos, sobre todo, de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las ominosas UMAP, campos de “reeducación” que eran lo que todos los campos de reeducación, o sea, campos de trabajos forzados: mano de obra esclava, como esa que hoy encarnan los supuestos doctores, supuestos voluntarios, enviados a diversos países por el gobierno isleño.
Sabíamos de lo que eso significó para los homosexuales de la isla, reprimidos con furia machista por los barbones en el poder, y, tal vez menos, de lo que eso significó para quienes profesaban formas de la fe diferentes al culto a Fidel, destacadamente para los testigos de Jehová. También conocíamos, por supuesto, la historia de Reinaldo Arenas, que no pasó por las UMAP pero sí por el horror de las cárceles comunistas, por su doble condición de escritor crítico y homosexual.
Sin embargo, nuestra conciencia del gulag cubano era fragmentaria y no muy documentada, algo normal cuando se habla de un régimen tan hermético y sobre todo tan hábil para camuflar su naturaleza totalitaria, esa capacidad para ejercer la tiranía, con extraordinaria meticulosidad, sin perder adeptos en los círculos bienpensantes durante varias décadas. La revolución como una gran operación de relaciones públicas, vaya. Bueno, eso ya cambió.
Circula en librerías “El cuerpo nunca olvida”, de Abel Sierra Madero, un libro que, lo digo como va, debe tener un peso similar al de Gulag, esa disección del sistema concentracionario soviético que le debemos a su majestad, Anne Applebaum.
El trabajo de Sierra es admirable. En más de 500 páginas, con el subtítulo de Trabajo forzado, hombre nuevo y memoria en Cuba (1959-1980), va de los testimonios previamente publicados, a la entrevista de corte casi periodístico, a la literatura, a los escasos archivos disponibles, a las declaraciones oficiales, para reconstruir la historia de una atrocidad. Una atrocidad, no hace falta decirlo, que tiene o debería tener consecuencias rotundas para la comprensión generalizada del castrismo.
Las UMAP, uno de los varios pasos que dio la revolución triunfante para instaurar el socialismo, no fueron un accidente en un gobierno guapachoso, alivianado y humanista, como se supo vender y como todavía algunos se empeñan en verlo, sino en una de las herramientas clave de un proyecto totalitario que, diría Héctor Aguilar Camín, no ha tenido éxito en nada salvo en la victoria pírrica de sobrevivir a toda costa.
Estamos, pues, ante un libro que, más allá de su objetivo explícito, plenamente alcanzado, le pone sino el último al menos el penúltimo clavo al ataúd de una utopía que, como todas las utopías, no es otra cosa que una pesadilla, hoy financiada por nuestro presidente.
POR JULIO PATÁN
COLABORADOR
@JULIOPATAN09
MAAZ