COLUMNA INVITADA

En el invierno de nuestro Omicron

Critchley se pregunta, sin embargo, qué puede hacer la filosofía para paliar este terrible estado mental. Y va, claro, a Montaigne. No solo a su famosa: filosofar es aprender a morir, sino a algo más claro y contundente: temer la muerte es una esclavitud. Solo se libera quien la acepta

OPINIÓN

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Pedro Ángel Palou / Colaborador / Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Parece que no hubo resoluciones de año nuevo, que 2022 se parece tanto a 2020, que estamos hartos o cansados de la incertidumbre, el encierro, las muertes y enfermedades de tantos que queremos o conocemos. Ya ni siquiera leemos las estadísticas de muertos, enfermos, hospitalizados, vacunados, doble vacunados, reforzados (y por supuesto las perturbadoras de quienes se niegan a ser vacunados).

Leo en la recopilación de sus artículos una reflexión temprana sobre el Covid del filósofo inglés Simon Critchley que es más relevante ahora, en el invierno de nuestro desconcierto, plagados por la nueva plaga de la variante Omicron. El diagnóstico primero: estamos asustados, al borde, incapaces de concentrarnos; nuestras mentes saltan de un lado a otro. Ora se afanan en las noticias digitales -nuevos brotes, una ciudad de millones totalmente aislada en China, la falta de vacunas en África-, ora se toman la temperatura, la oxigenación, presas de la paranoia del síntoma: todo catarro ya es coronavirus. Sobreviene el insomnio, se destruye el orden normal de los días, la estructura del tiempo. Tomamos siestas antes imprevistas, estamos despiertos hasta las cuatro de la madrugada. El temor se vuelve pánico ante la posibilidad de morir solos de un mal respiratorio, entubados. Quienes hemos padecido, así sea un leve Covid sabemos de esto, pero todos caemos en esa ansiosa gravedad. Las estructuras sociales, los hábitos y todo aquello que dábamos por hecho se erosiona: todo lo sólido se desvanece en el aire como profetizaba Marx.

Critchley se pregunta, sin embargo, qué puede hacer la filosofía para paliar este terrible estado mental. Y va, claro, a Montaigne. No solo a su famosa: filosofar es aprender a morir, sino a algo más claro y contundente: temer la muerte es una esclavitud. Solo se libera quien la acepta. Sin embargo, es más fácil decirlo o incluso pensarlo y rumiarlo que verdaderamente rendirse a ello. Aquí es donde él sí ofrece una pequeña salida: diferenciar entre miedo y ansiedad.

El miedo, lo sabemos desde Aristóteles, ocurre ante una amenaza real. La ansiedad, por el contrario, nos dice Critchley, es un estado en el cual los hechos particulares del mundo se desvanecen de nuestra vista. Todo nos parece extraño, estamos en el mundo como totalidad, pero todo nos perturba, nada en particular, sino la existencia misma. Ese es el estado en el que vivimos nuestros días, presas de la pandemia: invisible ante nuestros ojos y sin embargo omnipresente. El consejo entonces: aceptar y afirmar la ansiedad en lugar de intentar evadirla o explicarla buscando una causa específica. Nuestra ansiedad, nos dice con claridad el filósofo, no es un desorden que pueda medicarse hasta anestesiárselo. Tiene que reconocérsela, darle forma como un vehículo de liberación, tal y como hacía Montaigne con la muerte misma.

Dejar de vivir negando la muerte sería la consolación filosófica. Negar pasionalmente el mal hábito de vivir pensando que se es inmortal (una eternidad falsa), aceptando la realidad y encontrando el coraje para vivir día a día. La finitud, dice Critchley, es relacional: no es cuestión solo de mi muerte, sino de la de los otros, aquellos que nos importan, cerca o lejos, amigos o seres ajenos. Somos, afirma Blaise Pascal, seres débiles.

Un vapor, las partículas que tose un desconocido en el supermercado, nos pueden llevar a la muerte. Esa vulnerabilidad, ese hecho incontrovertible de ser criaturas dependientes, es también nuestra mayor fuerza. La naturaleza, sigue el filósofo inglés, no sabe que somos débiles, el virus de hecho nos considera tan fuertes que sigue mutando. Tenemos la ciencia y las vacunas para protegernos, tenemos el abrazo y el beso y el cuidado de los nuestros. Tenemos esa dignidad de la que habla Pascal: sabernos mortales. Pensar bien es el principio de la moralidad, escribía en sus Pensamientos. Pensemos bien, entonces, reconociendo nuestra finitud, mostrando nuestro amor, cuidándonos los unos a los otros. La verdadera responsabilidad no solo nos incluye en nuestros actos, es también una responsabilidad moral por los otros.

Se puede gozar la vida reconociendo que es finita. De hecho, debería poder gozarse más cada momento precisamente por esa infinita sabiduría. Una puesta de sol, una caminata. Una buena copa entre amigos y amigas, un gran libro. Una comida exquisita, incluso si es simple. Y seguir, claro, la conversación.

POR PEDRO ÁNGEL PALOU

COLABORADOR

@PEDROPALOU

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