Mucho se ha escrito en estos días sobre la conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlán. No cabe duda que este acontecimiento, por dondequiera que se le vea, fue un parteaguas en la historia, no solamente de quienes vivían en este lado del Atlántico, sino también de aquellos que lo habían atravesado años antes, haciendo escala en varias islas, fundamentalmente en Cuba, y algunos lugares de tierra firme, como Tabasco. La Conquista significó una modificación del modo de ver el mundo, por parte de los indígenas, y de los europeos.
El 13 de agosto de 1521 se rindió Cuauhtémoc ante Cortés, pero la conquista había iniciado dos años antes, con el arribo a la Villa Rica de la Vera Cruz de las naves procedentes de Cuba en que venían los castellanos. El viaje hasta Tenochtitlán fue azaroso, complicado. En el camino libraron batallas, cruentas las más. Descubrieron maravillas: volcanes, aves, vegetación, frutos; se internaron en lo desconocido, lengua, alimentos, deidades, riquezas. Conquistadores, aventureros.
En el camino, sorprendentemente para ellos, encontraron aliados. Los principales fueron los tlaxcaltecas, pero también los cholultecas y los de pueblos vecinos, todos sojuzgados por los mexicas de Tenochtitlán. De no haber sido por estas alianzas, no sabemos cuál habría sido el resultado de la incursión de Hernán Cortés en la capital del imperio azteca.
El asedio final a Tenochtitlán, a partir de un sitio que duró unos 75 días, terminó con la rendición de Cuauhtémoc, último emperador azteca, en Tlatelolco. Ese 13 de agosto, ‘no fue triunfo ni derrota, fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy’. Esta leyenda, inscrita en piedra en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, CDMX, es la mejor descripción de lo que significa la Conquista.
El nacimiento siempre es doloroso, pero al mismo tiempo esperanzador. Los vencedores y los vencidos hicieron gala de violencia, destrozos, muerte. Y también de arte, lengua, fe. Unos y otros aportaron lo propio a lo que hoy somos, un pueblo mestizo, fusión de razas, costumbres, formas de vida, que hemos forjado a través de 500 años una historia propia. No somos indígenas, ni españoles, somos mexicanos. La mexicana no es una raza, es una cultura.
El México de hoy es una mezcla de culturas ancestrales de allá y de acá. De odios y de amores, de castellanos, mayas, extremeños, tlaxcaltecas. De ballestas y hondas, del cacao y las naranjas, del náhuatl y el español. México es hijo de Malintzin y de Cortés, de Moctezuma, de Sor Juana, de Fray Toribio de Benavente y de Cuauhtémoc. Los mexicanos de hoy somos mezcla, somos mestizaje. Somos guerreros, artesanos, poetas.
La síntesis más fiel de lo mexicano es la Virgen de Guadalupe, la Virgen que forjó una Patria. La Virgen mestiza, Tonantzin-Guadalupe. No es indígena, no es española, es la Virgen mexicana.
El nacimiento siempre es doloroso, pero al mismo tiempo esperanzador. A 500 años, México debe hacer realidad la esperanza.
POR CECILIA ROMERO CASTILLO
COLABORADORA
@CECILIAROMEROC
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