COLUMNA INVITADA

Muerte en Viernes Santo

Muere Jesús para darnos vida y saciar los deseos que reclama el corazón humano. Su pérdida es prenda de vida

OPINIÓN

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Paz Fernández Cueto/ Colaboradora/ Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Foto: Especial

Después de más de un año de pandemia nos hemos ido familiarizando con la muerte. La hemos visto de cerca paseándose entre pueblos y ciudades, saturando hospitales, llenando los panteones, sembrando dolor y dejando su paso una estela de lágrimas. 

Entre las víctimas, cada día en aumento, podemos contar amigos, vecinos y conocidos, familiares cercanos o compañeros de trabajo. Si de algo podemos estar seguros es de que vamos a morir, sin embargo, la muerte nos toma siempre por sorpresa. Es algo a lo que no nos podemos acostumbrar como si el corazón reclamara el deseo compartir la vida con nuestros seres queridos, por años sin término.

Hoy Viernes Santo se conmemora la muerte de Cristo, el único que se ha atrevido, sin estar loco, a llamarse a sí mismo “el Camino, la Verdad y la Vida”.

El que confesó públicamente ser Hijo de Dios atribuyéndose lo que es exclusivo de la divinidad, como es el perdón de los pecados. Quien manifestó, a través de su vida y sus milagros, tener dominio sobre la vida y la muerte, muere un día como hoy crucificado entre dos ladrones.

Muere Jesús como hemos visto a nuestros seres queridos exhalar su último suspiro; muere como todos los que han muerto en las guerras, como los que han naufragado en los mares o como los que han muerto en campos de concentración. Muere Jesús como las víctimas del crimen organizado, como los miles de enfermos que no lograron salir de los hospitales. Muere como todos vamos a morir un día. Jesús, el único que no debía morir, muere como todos los muertos del mundo.

Descubrir el sentido de la Cruz es descubrir el sentido de la muerte, de otra manera es absurda. La explicación la encontramos en la Cruz que lleva consigo, el peso de todos los males que se han cometido desde aquel primer pecado al comienzo de la historia. La Cruz es el precio que paga por todas las injusticias, por todos los crímenes, por todos los horrores y errores que hemos cometido los hombres. Su peso es tal, que solo un Dios podía soportarla, no podrían haberla cargado los brazos juntos de toda la humanidad.

Debió ser algo muy grave la caída de Adán y Eva que dio lugar al pecado que llevamos a cuestas. El demonio, mentiroso desde el principio y padre de la mentira, atizando su soberbia les hizo pretender que podían organizar su vida al margen de Dios: "Seréis como dioses"..., proclamarse un criterio independiente: "conocedores del bien y del mal"..., establecer sus propios juicios éticos, de acuerdo a sus conveniencias, ajenos al maravilloso orden que Dios había establecido en las personas y en el universo.

Es la misma pretensión de los hombres de hoy y de los hombres de siempre: ser como dioses, enmendar la plana a la naturaleza tergiversando su ordenamiento y sus fines para manipularlos a su antojo.

Desde aquel pecado de origen el desorden entró en el mundo. Dios, compadecido, mandó a su Hijo Jesús para recuperar la armonía originaria, asumiendo la naturaleza humana con todas sus consecuencias. Con su muerte saldaría la ofensa infinita cometida contra su Padre. Solo Él podía hacerlo: siendo perfecto hombre, moría y, siendo perfecto Dios, su muerte de valor infinito sería nuestra Redención.

Muere Jesús para darnos vida y saciar los deseos que reclama el corazón humano. Su muerte es prenda de vida. Al resucitar acarrea consigo a la humanidad entera porque Él es el Hombre con mayúscula.

Ya no va a ser tan dura la muerte de nuestros seres queridos, ya no va a ser tan dura nuestra propia muerte porque Jesús murió y prometió que resucitaremos con Él.

POR PAZ FERNÁNDEZ CUETO
PAZ@FERNANDEZCUETO.COM

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