MALOS MODOS

Vaquero del mediodía

El documental de Diego Enrique Osorno que podemos ver en Netflix desde hace un par de semanas consiste, antes que nada, en el intento de ponerle luz a un misterio, el misterio de la vida de Samuel Noyola

OPINIÓN

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Julio Patán/ Malos modos/ Opinión El Heraldo de MéxicoCréditos: Especial

Los que trabajamos en Letras Libres, la revista de Enrique Krauze, lo conocimos bien. De pronto, se dejaba caer por la redacción, siempre sin avisar, sin horarios o días fijos, a pedir una lanita para alcohol –así, directo y sin pudores–, pero también a hablar de literatura, a veces, o de cualquier otra cosa, más a menudo, siempre con gracia, con una extraña lucidez, sin solemnidades, con ironía. Sí, resultaba intimidante: grandote, mal vestido, crecientemente sucio, era famoso por sus prontos violentos, incluso muy violentos, llegados desde un lugar muy escondido y muy difícil de entender de esa cabeza que, a finales de los 90, arranques del siglo XXI, ya arrastraba al poeta Samuel Noyola a su desaparición inexplicable, no resuelta. Esa desaparición que vertebra Vaquero del mediodía, el documental de Diego Enrique Osorno que podemos ver en Netflix desde hace un par de semanas.

“Lo conocimos bien”, en realidad, resulta una afirmación muy discutible. Y es que Vaquero del mediodía consiste, antes que nada, en el intento de ponerle luz a un misterio, el misterio de esa vida. De Noyola conocíamos un puñado pequeño de libros de buena poesía, algo sobre sus orígenes norteños y por supuesto su relación profunda con Octavio Paz, que, con esas maneras generosas de reconocer el talento, lo cobijó en sus momentos locos y también, cuando se dejó, en los otros: lo muy locos. Poco más. Errante, bebedor, vivía a saber en dónde o con quién, aunque cada vez más cerca de la calle misma, donde aparentemente terminó. ¿Aclara el misterio la película de Osorno? Va el spoiler: no. Dudo que lo pretenda. Sobre todo, el intento es una maravilla. Vaquero del mediodía reconstruye fragmentos grandes de la vida de Noyola mediante entrevistas con sus familiares, ex parejas y, digamos, amistades (sus relaciones, queda claro en este documental, eludían las etiquetas); confirma que, joven, viajó a Nicaragua para pelear al lado de los sandinistas, que enfrentaban entonces a la Contra, y revela que allí encontró la poesía; da con algún poeta al que el protagonista puso bajo sus alas con camaradería gamberra y en buena ley; identifica a sus vecinos de la colonia Narvarte, que lo conocieron y quisieron ya como un franelero poco profesional aunque inventivo que dormía en algún coche, y sobre todo lo busca en las calles, entre sus habitantes, ese mundo de locura, entrañablemente, con ritmo y cercanía (nada más ese aspecto de la película es para darle un premio).

Lo que quiero decir, pues, es que Netflix acaba de sumar a su catálogo un filme con mil caras: complejo aunque sin exhibicionismos. Es la película no del último de los poetas malditos –mis disculpas por el lugarazo común–, pero, hasta hoy, del último de los que tuvieron talento.

POR JULIO PATÁN
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@JULIOPATAN09