HIDALGO

Víctimas de Tlahuelilpan: huérfanos sufren bullying

A cuatro años del estallido en un ducto, niños padecen aún el estigma que dejó el huachicol

NACIONAL

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La población ha vivido días de dolor y tristeza por el estallido de un ducto de combustible que mató a decenas.Créditos: Áxel Chávez

–¡Tu papá se quemó en el infierno!

–¡Mi papá no está en el infierno!

–¡No dije que estuviera!, se quemó en el infierno, aquí, cuando explotó el ducto, porque él se robaba la gasolina. ¡Era un huachicolero!

–¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate o te callo a puños! –dijo, y en su pecho revivió un dolor que sólo había sentido cuando regresaron en ataúd los restos de su padre. 

–¡Tú cállame! –alardeó su compañera, más por instinto que por querer continuar este pleito que siempre pareció no tener sentido.

El primer reflejo de Araceli fue empujar a su compañera, pero ésta respondió con otro empellón y le jaló un mechón de cabello. 

La complexión de Araceli, de quinto de primaria, era más débil. Sabía que estaba derrotada. No tenía fuerza para apretar el puño. Ni siquiera sabe por qué dijo que lo haría, si ella nunca había peleado.

Se cubrió el rostro con ambas manos para ocultar un naciente y, apenas luego, incontenible llanto, y con la derecha trató de acicalarse tibiamente el cabello desordenado que le dejó el jalón. Se tapó los ojos llorosos para que nadie viera cómo se le descomponía el semblante, irremediablemente triste: “¡Mi papá no era huachicolero! ¡No era! ¡No era!”, gritó furiosa, con la voz rebanada por la impotencia y una amargura que no sabía se podía sentir, como un moretón donde el corazón nace. Trató de encontrar en las miradas de sus compañeras un refugio, que la habitó hasta que María, amiga inseparable desde que entraron a primaria –un par de años antes de la explosión del ducto en Tlahuelilpan–, la abrazó. Aún con su niñez, había en aquel abrazo un cariño inmensurable. 

Quien hacía de “villana” en esos momentos, ya sin recordar por qué, había dado unos pasos hacia atrás; parecía un impulso por querer revertir lo pasado. Tenía el rostro enrojecido. “Se le puso la piel colorada, colorada”, recuerda Araceli, como si fuera un jitomate partido a la mitad.

Ella, por sus facciones tan parecidas, encarna la mirada que tenía su padre. Es también muy delgada y callada; prefiere refugiarse en su pensamiento. Su compañera no estaba roja por un manotazo, que no recibió, sino por la vergüenza. 

Había tirado un golpe bajo; había hurgado en un dolor vivo con el dedo doloso sobre la herida. 

“¡Perdóname, perdóname!”, le dijo a Araceli, arrepentida, y buscó también abrazarla. Después le diría que no sabía por qué dijo lo que dijo. Lo había escuchado mucho en el entorno de un pueblo que vivió días de luto y de tristeza tras el estallido de una toma clandestina, y también, a la par, el estigma social por ser llamados huachicoleros. Antes, los niños ni siquiera sabían qué significaba esta palabra, un lastre, para muchos, ahora en su vida. 

Su compañera le dijo más tarde a Araceli que si pudiera borrar algo en su vida, borraría ese pleito. Araceli le contestó que ella borraría aquella noche en el que se levantó el muro de fuego que todos veían asombrados desde las calles, parados frente a sus casas, porque era visible en todas partes. Fue cuando cimbró la tierra y pensaron que podría ser un temblor o un terremoto, hasta que descubrieron esa llama que se les metió con asombro en los ojos, casi a la par que tantas preguntas a la cabeza que siguen sin respuestas: era el 18 de enero de 2019.

La palabra huachicol se ha convertido en un estigma. (Crédito: Áxel Chávez)

“A veces los niños, sin saberlo, pueden ser muy crueles”, dice Rebeca, mamá de Araceli,

y se le escurre la tristeza contenida en los ojos cuando se abre a los recuerdos. Las niñas, cuando pelearon, tenían 10 años.

Araceli –cuyo nombre, al igual que el de su madre, fueron modificados por protección a la infancia y por solicitud expresa para contar su historia– es una de los 94 huérfanos que dejó el estallido de la toma clandestina.

El bullying y el estigma social generado, “de que todos los fallecidos eran criminales”, es parte de las afectaciones a los menores, aunque no se presentó en todos los casos.

La mamá de Mariela, de 11 años, otra menor que perdió a su padre en la conflagración, cuyo cuerpo fue identificado por huella genética casi un mes después, contó que las profesoras de la primaria y también las madres y los padres de familia fueron muy sensibles tras los sucesos y cuidaron mucho que el tema, si se abordaba en la escuela, fuera de manera empática y solidaria, para cuidar el dolor de quienes quedaron en orfandad.

A cuatro años, en lo que coinciden ambas madres es que los apoyos comprometidos para quienes, como ellas, quedaron al frente de familias que perdieron su sustento, no han llegado. Aunque recalcan que no buscan manutención directa del gobierno, les molesta que se afirme que todos los afectados fueron beneficiarios, “cuando no fue así”, además de que, quienes juzgan lo que sucedió, principalmente desde otros lugares, con una crudeza que, remarcan, aún les duele, afirmen que los deudos tienen privilegios que, al menos para ellas, no existieron.

Rebeca dice que cuando le llamaron por teléfono para decirle que se fuera para San Primitivo, en los límites entre los municipios de Tlaxcoapan y Tlahuelilpan porque quizás su esposo estaba ahí, en el ducto abierto, no podía creerlo, y se negó muchas veces a esa posibilidad, mientras iba por un camino en el que el estruendo de las sirenas de ambulancia y las torretas de la policía era ensordecedor.

–¿Por qué estaba ahí? –se pregunta casi para sí, en voz baja– Sólo Dios sabe. Sólo Dios sabe –repite, como si fuera un rezo.

Sigue viva la primera pregunta que se hizo mientras veía la columna de lumbre en el punto en el que la contuvieron los soldados, a metros del predio. Su hija también le cuestiona por qué, y ella le dice: “Algún día le podrás preguntar a Dios”.

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