PIENSA JOVEN

Hacia una libertad de expresión dialógica y justa

Pongamos sobre la mesa las formas reales de atentar contra la libertad de expresión y el propio ejercicio democrático

NACIONAL

·
Créditos: Foto: Freepik.es

¿Qué pasa con la libertad de expresión en la actualidad? Se habla de defenderla, se cuestiona cuáles son sus límites y todo mundo parece abogar por ella. Sin embargo, esto se ha convertido en un asunto problemático. En un afán por protegerla, lo que se busca, en realidad, es custodiar el derecho personal de decir y hacer lo que uno considera lo que es correcto. Tal cual, como si fuera posible tener la certeza de que nuestra inclinación es siempre la mejor o peor aún, la verdadera. El hecho es que, cual gato de Schrödinger, todos somos susceptibles a estar a la vez en lo cierto como en lo falso. No hay escape.

Para eliminar las ambigüedades, lo común es referirse a lo universal, lo comprobable y lo exacto. Es decir, apelar a la ciencia, por poner un ejemplo. Esto parece ser lo más sensato; recurrir a un mediador convencional a nivel social para definir lo que es verdadero o no. No obstante, habría que preguntarse, en primer lugar, si la ciencia está realmente libre de sesgos; sin mencionar que, además, la experiencia nos ha demostrado hasta ahora que no importa cuántos científicamente probados o cuántos hechos y noticias verificados nos pongan en frente; al final, las personas deciden creer en lo que mejor se ajusta a sus intereses. 

Decidir y creer son dos palabras clave para entender este fenómeno. Autores como Ralph Keyes han denominado una era de la posverdad. Las personas creen en algo -o en alguien- y luego deciden, -basándose en esta creencia y en su afinidad hacia ella- que el resto debe ser cierto. Esta religiosidad que implica la creencia no debe satanizarse. Creer en algo es importante. Socialmente, creer da estabilidad. El problema aparece cuando las instituciones y personajes en los que deberíamos creer enfrentan una crisis basada en la desconfianza, problema que deriva en la búsqueda de nuevos referentes en los cuales creer y depositar nuestra confianza.

Esto te interesa: Salman Rushdie habló hace una semana sobre México: escritores, sometidos a ataques contra la libertad

Lo anterior queda integrado en medio de la llamada cultura de la cancelación, donde la pluralidad de pensamiento y el criterio propio no sólo quedan de lado, sino que suelen ser castigados, y lo que se prioriza es quién es la persona que dice algo, antes de siquiera escuchar qué es lo que tiene que decir, o si esto se amolda o no a los márgenes del pensar propio. Estas políticas identitarias, donde importa quién habla -generalmente entendiendo a la persona a través de las etiquetas sociales que le acompañan- reducen la capacidad de los sujetos para crear espacios de discusión e intercambio de ideas, generan polarización, intolerancia y finalmente, silenciamiento hacia lo que se considera opuesto a la corriente de pensamiento imperante.

Mi propuesta es, primero, atreverse a cuestionar esas ideas que parecen estar tan afianzadas en la opinión pública que parecen absolutas e irrevocables. Asimismo, ceder con humildad ante la puesta en duda de la creencia propia, abriendo así la posibilidad al diálogo. Sugiero, además, que el auto privarse del acercamiento a un tema, el temor a ser cancelado o censurado a la hora de discutirlo, o bien, desacreditar al otro con base en su condición social (léase etiquetas sociales), son de hecho las formas reales de atentar contra la libertad de expresión y el propio ejercicio democrático

En segundo lugar, me parece que ofrecer una escucha comprensiva y compasiva de lo que el otro tiene qué decir -sin importar lo mucho que esto pueda distar de nuestras ideas- es una clave de convivencia que, desde lo personal, puede aportar algo de armonía en medio de una arena pública caótica y punitiva.

Sigue leyendo: 

La Guardia Nacional no es la solución

Abogados, al banquillo frente a la revolución tecnológica

mgm