Desde el comienzo de su gobierno el presidente Cárdenas señaló un propósito firme. Manifestaba que la fortaleza de la Nación era directamente proporcional al bienestar de sus habitantes; que ese bienestar se lograría con la correcta administración de las riquezas naturales, recuperadas conforme a la ley como ingrediente esencial de la soberanía nacional.
Tal era la difícil pero inaplazable tarea del estado revolucionario y del gobierno que él encabezaba. También debía pensar en la relación entre la defensa de la soberanía y la profundidad de las raíces culturales de la Nación.
Sabía que la riqueza no era sólo la cifra de recursos naturales que la Constitución declaraba en su artículo 27, sino incluía aquella otra, invisible e igualmente enterrada: la del pasado de una civilización que no había muerto con la Conquista. Veta subterránea, que, como hija vegetal de la tierra, florecía en toda la geografía.
La eficacia de la idea de soberanía requería de ese otro ingrediente, de propiedad colectiva y que había de resguardarse por instituciones de la República especializadas en rescatar, conservar, explicar y educar.
Entonces debió resolver que el gobierno de la Nación era responsable de lo que estaba en el subsuelo real, mineral, y en el de la geografía cultural, en el ambiente y en la diversidad social… Unos meses después de expropiar el petróleo y las minas, al tiempo que batallaba para que ríos y tierras se considerarán propiedad de la Nación, creó los instrumentos para su estudio y cuidado: el Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Animado por los ideales revolucionarios en torno a las funciones del Estado sobre la propiedad de la Nación, Cárdenas dejaba en claro de manera contundente su idea de las obligaciones de la autoridad federal: la continuidad de los proyectos de custodia y administración como fundamento de la eficacia política, y la creación de las instituciones debidamente organizadas jurídica y materialmente encargadas de llevarlos a cabo.
Se trataba de la construcción de un Estado fuerte y eficiente. Ensayaba la estrategia de modernización estatal que animaría la vida política más allá del siglo XX. El 22 de diciembre de 1938 se decretó la fundación del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
NOTABLE CREACIÓN
El 3 de febrero apareció en el Diario Oficial de la Federación, en el clima enrarecido por la presión de las compañías petroleras empeñadas “con más vigor su campaña periodística en contra de México”.
Su espada y su escudo, a la manera juarista, sería la Ley. Fueron sólo 38 palabras: “Se creó el Instituto Nacional de Antropología e Historia, con el objeto de prestar mayor atención al estudio científico de las razas indígenas y a las exploraciones, conservación y restauración de los monumentos arqueológicos existentes en el país”.
Tocaría asuntos aledaños: la vida diaria de los grupos indígenas, de sus lenguas y costumbres, de su bienestar y de la urgencia de conocerlos para saber cómo gobernarlos. Los indios vivos y sus historias.
El decreto salvaba para México el legado material del pasado. Y de paso, sellaba el futuro del Castillo de Chapultepec, no sólo como arquitectura sino como emblema.
En su artículo tercero se especificaba en “una parte” del Castillo de Chapultepec se destinaría al Museo Nacional de Historia. No fue una decisión política banal, una más en los dinámicos años de recuperación de la riqueza natural del suelo y del subsuelo: se trató, en realidad, de dar valor a la “otra” propiedad soterrada, la de las raíces culturales, tan hondas o más como los yacimientos de petróleo o los tiros de las minas.
Junto con la fundación del INAH se vendrían en cascada algunos acontecimientos más, como la creación del Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec –decretada en el mismo texto que apareció el 3 de febrero de 1939-- y la separación de las colecciones arqueológicas de las históricas --y por tanto, la re-fundación del Museo Nacional de Antropología en la sede de Moneda, al costado del Palacio Nacional; paralelamente, la definición puntual de las tareas del antropólogo como profesional del estudio del ser humano como ente cultural.
La decisión no debió ser sencilla. Sin embargo, su simpleza pragmática es convincente. Hurgando apenas un poco en los papeles del archivo del historiador Silvio Zavala, quien fuera director del novísimo Museo Nacional de Historia a partir de 1946, se descubre la intensidad de ese momento fundacional: en primer término, la división ya sin retroceso de las colecciones de historia y de antropología fue una “medida necesaria –explicó—para aliviar el hacinamiento que existía, sin solución adecuada, desde muchos años atrás.
A partir de 1944, el Castillo de Chapultepec quedó con un solo habitante real: la memoria histórica
En el Museo de Moneda permanecerían un cuarto de siglo más, los monolitos aztecas que fueron organizados y expuestos desde el último tramo porfiriano.
Aunque Zavala no lo mencionó, al quedar separados de las colecciones históricas, las grandes piedras esculpidas se apropiaron del espacio. Lo llenaron. Y otros ojos los admirarían: los ojos que apreciaban líneas y bordes, diseños y curvaturas. Valoraban sus proporciones extrañas. Descubrirían significados novedosos; de hecho, revolucionarios.
La antropología fue también apasionada política pública. Entre 1938 y 1940 el Presidente Cárdenas ajustó cuentas con la historia. Si bien los tesoros del subsuelo eran atractivos para la opinión pública –y a la postre para la memoria--, también cerró capítulos que miraban para atrás, hacia el pasado; por eso apenas se les registra en la memoria, a contrapelo de la expropiación petrolera, que miró hacia el futuro.
Fueron prueba de que México ya se entendía como país diverso no sólo regionalmente sino en su estratificación cultural. Cárdenas lidió con el mosaico mexicano, con su arqueología del poder.
Así, por ejemplo, cubrió un acto de administración de justicia agraria, en la región de La Laguna, y el final de la remota y vergonzante querella con los indios llamados “bravos”, los del valle del Yaqui, someramente pacificados.
La creación del INAH fue crucial para edificar la identidad mexicana y la idea de nación, y para conducir la evolución del concepto de conservación patrimonial, gravemente amenazado por el avance de la modernización y la concentración urbana.
Se planteó entonces la necesidad de proteger conjuntos monumentales además de las pequeñas piezas, tanto las delicadas obras de arte como las de uso cotidiano. También prohijó un intenso proceso de definiciones sobre la antropología y sus alcances en el estudio de los indios vivos: Lo mismo que cimentó conceptos que regionalizarían –y especializarían—el trabajo de los arqueólogos.
El horizonte intelectual se extiende tanto como son los territorios de lo humano y las formas de sus tiempos. Exige el rigor científico para antropólogos físicos, para restauradores, arquitectos, lingüistas, historiadores y etnólogos, porque su propósito es resolver problemas urgentes, vitales, del presente de miles de mexicanos.
También requiere apelar al talento para interpretar gustos idos y ya extraños, para hurgar en documentos de todo tipo, desde códices hasta fotografías, desde inscripciones hasta testimonios personales; talento para entender posturas políticas y tendencias artísticas, para conocer el alma de los devotos y el alma de los escritores.
Talento para acopiar y coleccionar, para nutrir a los museos y para exhibir y detallar con mecanismos didácticos y pedagógicos siempre a la vanguardia.
Es este reconocimiento del mosaico social mexicanos que los fundadores explicaron al presidente Cárdenas, el mismo con sus asignaturas cubiertas y las todavía pendientes, el que dio aliento a la institución guardiana y a sus instrumentos de estudio, conservación y difusión del pasado.
El ánimo continuo, desde 1939 hasta nuestros días, es nuestra responsabilidad.
Por Salvador Rueda Smithers
Director del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec
EEZ