CÚPULA

Una vida dedicada a la danza

Con autorización de Editorial Nicolasa, publicamos un fragmento de Lo bailado, nadie me lo quita. Memoria y experiencia de una bailarina, libro de la solista francesa Solange Lebourges

EDICIÓN IMPRESA

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Créditos: CRÉDITO: Silencio. Cor. Michel Descombey, 1993. Foto: cortesía

MITOLOGÍAS

Cada quien tiene, lleva consigo, su pequeña mitología personal, su cuento de hadas, un firmamento con lugares-planetas y personajes-cometas que nos permiten soñar, algunas visiones, una colección de recuerdos de leyenda. Al asistir a una función de danza percibimos que dentro de esa caja negra que es el escenario existe otro mundo, que ocurren milagros y magia entretelones. Y al acercarnos a la profesión aprendemos también que hay salones, estudios en donde van los mejores, los sobresalientes, que se preparan con destacados maestros. Éstos fabrican estrellas, procuran trabajo, informan de las audiciones. Y el rumor dice que hay que asomarse a estos lugares, ya que por ahí camina la suerte.

Arriba de la Rue Blanche, cerca de la Place Clichy, existía en París uno de estos lugares míticos de la danza: los Studios Wacker. Se trataba de un edificio viejo y arruinado, de estrechas escaleras de madera, con olores varios y a veces no muy agradables: en cada descanso y bastante mal alumbrado se había colocado un retrete a la turca. Con seguridad los vestidores habían visto pasar ya generaciones de bailarines, sin duda de los mejores y más famosos, pero no se podía dejar nada en sus bancas para ir al baño, ni un alfiler, porque desaparecía. Los salones eran exiguos, mal ventilados, con una sutil permanencia rancia del sudor, y para caber en la barra nos colocábamos en batería. 

Madame Nora tenía su estudio en el primer piso. Siempre llegaba diez minutos después del inicio de la clase, ya que consideraba que no la necesitábamos para calentarnos y que cualquier ganancia era buena. Se cambiaba los zapatos por unas sandalias de tacón pequeño, con las cuales martillaba el piso debajo de la falda acampanada. Era rusa, menuda, baja de estatura y se peinaba con un chongo. Su pianista, Charline, tenía un defecto de dicción que le dificultaba pronunciar las eses y las ches. Sin embargo, con una rara terquedad, anunciaba con mucha gracia que iba a tocar a Shostakovitch. Nora Kiss no era nada sentimental; no obstante, cuando me encontré en el hospital después de un grave accidente de motocicleta, tuve para mí la increíble sorpresa de su preocupación y de su visita. Y en otra ocasión, luego de una gala en la que bailé la variación de Giselle, primer acto, me dijo: “Tú, ¡tienes que bailar!”. ¡Un guijarro en mi camino!

Los Studios Wacker ya no existen sino en la memoria. Fueron demolidos, seguramente por insalubres. Otros salones tuvieron su gloria. En la Rue Chaptal reinaba mademoiselle Lorcia, estrella de la Ópera de París. A las estrellas se les dice mademoiselle de por vida. A sus setenta años ella tenía la energía de un caballo y daba sus clases con sus tacones altos, acompañándolas con un fuerte y seco chasquido de dedos. Nos prohibía tomar agua después de la clase, para lo que había que esperar una media hora. Hoy en día dan qué pensar tantas botellas esparcidas en los estudios. De mademoiselle Lorcia recibí una foto amarillenta de Carlotta Zambelli, su maestra y estrella de la Ópera a finales del siglo XIX. Con un lápiz azul y subrayado con una línea enérgica escribió debajo: “Carlotta”, y detrás con pluma: “Carlotta Zambelli, dans la Ronde des Saisons d’Henri Busar, Déc. 1905, à l’Opéra”. Esta foto simbolizó para mí el relevo de la tradición de una generación a otra.

Pero ciertamente mi travesía no comenzó en aquellos estudios legendarios sino a orillas del Sena. Cerca del Pont de l’Alma (en donde reina la estatua de un zuavo del ejército de Napoleón que sirve para indicar el nivel del río), descansaba una ancha gabarra de las que se usan para transportar mercancías e insumos. Fuera de servicio se usaba para otros fines y, entre ellos, albergaba un salón de danza. Fue ahí donde empecé a hacer pliés con la maestra Françoise Barre, cuyo apellido resultó predestinado. Hermana de un colega de mi padre, aceptó con gusto a la niña que quería bailar, observando además que se me iban a corregir los pies planos. Cuando ya había superado las etapas iniciales me propuso ayudarle corrigiendo a las alumnas menos avanzadas, lo que serviría para pagar mis clases. Y fue cuando ella se mudó del Sena al Teatro de los Champs Élysées que yo conocí a Solange Golovina. 

Crédito: Tierra sombría. Cor. Michel Descombey. Intérpretes: Solange Lebourges y Lino Perea. 1983. Foto: cortesía

Justo en el techo del teatro se encontraba el estudio A, en donde daba clases Solange, hermana de Serge, de Jean y de Georges Golovine. ¡Todos eran bailarines… y rusos! Ella enseñaba la técnica Vaganova, con una barra muyyyy… larga, siempre llevaba en los hombros una mascada de colores medio suelta sobre un leotardo negro, mallas negras y nos aconsejaba: ¡no se reserven nunca, den lo máximo siempre!

En la Costa Azul, en Cannes, la figura más importante era (y es todavía) Rosella Hightower, estrella de los Ballets del Marqués de Cuevas. Por eso, cuando mis padres me ofrecieron un regalo para mi salida del bachillerato, elegí pasar una estancia de quince días en su afamado centro. Ahí, una sola palabra de la maestra me ponía feliz por el resto del día. Había otro maestro excepcional en el centro, José Pares, que maravillaba con sus extraordinarias combinaciones de pequeña batería.
Estando ahí me enteré de una audición que se realizaría en la Ópera de Niza, a la cual me presenté. Mis padres no esperaban tanto de su regalo: ¡me contrataron! Claro que siendo yo todavía menor de edad, a los dieciocho años en aquella época, tuvieron que aceptar firmar el contrato.

En Monte Carlo, y desde la altura de su “rusitud”, Marika Besobrasova conducía su prestigiosa escuela, que contaba con la presencia ocasional de Rudolf Nureyev y con el apadrinamiento de las princesas de Mónaco. Hasta ahí llegué desde Niza. Las clases tenían lugar en un antiguo salón monárquico de baile con altos ventanales y profusa luz. Todo olía a reverencia, a respeto y conciencia de profesar El Arte: ensayar con el maestro Anton Dolin y bailar Les Sylphides fue para mí un auténtico acto religioso.

Marika me propuso quedarme en su escuela. “De ti, hago una bailarina”, me dijo. Intercambiamos correos, finalmente no me quedé. Quizá quería hacerme a mí misma bailarina… Pero fue un guijarro más en el camino…

Estos admirados maestros permanecen en mí rodeados del nimbo de la leyenda; nunca me acerqué a ellos como para conocer algo más de sus existencias, pero los guardo entre las páginas más exultantes de mi vida. Ellos marcaron con su luz el camino que me llevó al escenario. Pero dice la canción: “La vida nos da sorpresas, sorpresas nos da la vida”. Algún día de septiembre de 1976, insatisfecha con mi vida de bailarina, me presenté en París a una audición para la Compañía Nacional de Danza del Ecuador. Y a la semana partí. El Ecuador, me preguntaron, ¿dónde está? E incluso: ¿Es ahí donde los jíbaros reducen cabezas? La curiosidad mata al gato, pero es un ingrediente fundamental para un artista. Al brincar el Atlántico, mudé. El choque con una realidad cruda, árida, difícil, provocó en mí una metamorfosis necesaria. A la aprendiz de bailarina vestida con una nueva piel se le ensanchó el mundo, le cambió por completo su visión de la danza. Las hadas y Willis volaron, los cuentos desaparecieron y, sobre el sedimento de la formación clásica, brotó otra necesidad de expresión, una danza arraigada en y comprometida con el presente. Golpe de Estado en Chile, nueva trova cubana, luchas populares, contrastes sociales. Ante tantas realidades, una revolución interior se imponía.

En mi nuevo camino y ya en México, cuando participaba en la creación del Grupo Alternativa, dirigido por Rodolfo Reyes y luego por Luis Fandiño, me encontré con otro mito, una leyenda de la danza contemporánea mexicana, el maestro Javier Francis, un hombre exigente hasta la religión. 

Pero algún día de noviembre de 1979 fui a ver una función del entonces Ballet Independiente en el Teatro de la Danza, y ahí vi bailar a Martine Parmain y a Jorge Gale (el dúo llamado Dueto azul) con música de Mozart y cantos de ballena y con coreografía de Michel Descombey. Constaté con evidencia: Eso es lo que quiero bailar. Ese era el guijarro de la suerte, o del destino…

Me presenté en Hamburgo 218, Colonia Juárez, D.F. La audición se realizó con Bernardo Benítez y consistió en el final de “De esperanza en esperanza”, primera parte de la obra Año 0 de Michel Descombey. Fui aceptada.

La compañía se acababa de escindir y había cambiado de apellido. Del maestro Descombey conocía la trayectoria y conservaba el programa de una función del Lago de los cisnes, el 15 de febrero de 1967 en la Ópera de París, donde él aparecía como director de la danza. Era en mi imaginario un dios del Olimpo.

En enero de 1980 me integré a Ballet Teatro del Espacio (BTE), compañía dirigida por Gladiola Orozco y Michel Descombey. Percibía haber acertado. Ya había aterrizado en un mundo real.

Lo bailado, nadie me lo quita. Memoria y experiencia de una bailarina, es un libro publicado por Editorial Nicolasa, el cual tiene distribución internacional, con el objetivo de promover la difusión internacional de la obra y pensamiento de artistas e investigadores mexicanos relacionados con la danza y el performance.

Por Solange Lebourges

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