CÚPULA

El padre, el ocaso mental

Luis de Tavira encabeza el elenco de la obra de teatro que habla sobre la memoria y la vejez

EDICIÓN IMPRESA

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Este texto ha tenido diferentes versiones, ésta es la última: la mía. El Padre es mi padre. 

La historia de la obra de teatro escrita por Florian Zeller es conocida gracias a su adaptación cinematográfica que en 2020 obtuvo seis nominaciones a los premios Óscar, con Anthony Hopkins llevándose el galardón a mejor actor; cuenta la historia de Andrés (Luis de Tavira), un ingeniero que se encuentra en el invierno de su vida, está solo y, ante sus padecimientos cognitivos, su hija  Ana (Fernanda del Castillo) decide llevarlo a una casa de asistencia para adultos mayores.

La decisión no ha sido fácil, pero sí inevitable. 

El texto es dramático y su centro narrativo: el ocaso mental de un hombre brillante es absolutamente conmovedor. 

Sin embargo, en la profundidad de la obra habitan temas dolorosos, crudas verdades, de esas que no se nombran ni en el diván con el terapeuta; la fragilidad humana, la lucha encarnada por la supervivencia del último resquicio de dignidad, la memoria desvanecida, la soledad como único destino de los viejos, la frustración y la desesperación ante una realidad que no es la misma para todos los que rodean a una persona como Andrés; y está también la empatía, la solidaridad, el amor, el verdadero.

Andrés vive en un tiempo que parece que ya no es el suyo, que es el de los demás, el de personas que aparecen y desaparecen de su vida, a veces con calidez, a veces con violencia.

Ana, en cambio, vive en su realidad y, al mismo tiempo, en otra que desconoce, la de su padre. Él sólo quiere entender qué hora es, acaso con la suerte de asirse a un aquí y a un ahora; ella sólo trata de sobrevivir a un duelo paradójico e incomprensible para los demás: su padre está vivo y, al mismo tiempo, se ha ido ya.  

Dos escenas sobrecogen: Ana se derrumba sobre el sillón y nombra lo innombrable: ha soñado que asfixia a su papá con una almohada. ¿Qué tuvo que pasar Ana para llegar a ese pensamiento crudo?

Quizá pasó días y noches, durante meses, quizá años, observando cómo él se le desdibujaba, cómo ese hombre fuerte aún, imponente a veces, alteraba todo lo conocido. 

En la segunda, Andrés ha tenido un instante de realidad: ha comprendido que está solo, en una habitación desconocida, con personas a su alrededor que no ha visto jamás. Está solo, completamente solo. Ha llegado para él la nada, la rendición absoluta ante la muerte.

Para este momento, el sollozo se ha replicado en todo el teatro. Yo, en cambio, no he podido parar de llorar desde que Luis de Tavira se convirtió en mi padre.

La historia del teatro lo ha colocado ya en el lugar que le pertenece como director de escena; como actor, un actor en el ocaso, debería ponerlo en el Olimpo. 

La escenografía firmada por Jorge Ballina es también un personaje que nos lleva por el aterrador laberinto de Andrés. Del Castillo encarna con dulzura a una mujer que, ante todo, ama a su padre y, después de todo, a sí misma.  Mientras que la dirección de Angélica Rogel se arriesga a poner en escena los muchos rostros de la condición humana. 

Habrá que esperar un tiempo para aquilatar la magnitud de este montaje.

Por Alida Piñón

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