CÚPULA

22 de julio, Helena

Siglo XXI Editores publica una misiva, que forma parte de Odi et amo: las cartas a Helena, editado por Guillermo Sheridan, libro en el que se recopilan las cartas que Paz envió a Elena Garro

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La correspondencia de los autores alumbra los primeros años de una intensa pasión que navegó del fervor del enamoramiento inicial hacia los escollos del tiempo y al final naufragio del desamor Créditos: Cortesía Zona Paz

Sólo una duda —entre las muchas en que me ahogo— me atormenta en este momento: si tú también me escribes y me amas; si mi amor es tan fuerte, tan poderoso, que sea capaz de hacerme inolvidable. Ese grito de Estrella en medio de la calle, entre admirado y asustado, un grito seco y molesto, me ha llenado de amargura.

¿Es que siempre, hasta el día en que sonrías para mí, y no te fugues de mi cuerpo sin la promesa tácita de volverte a ver regresar, hemos de estar vigilados por conciencias extrañas? ¿Qué mi amor no puede ser transparente, claro, sencillo? ¿Tus labios siempre han de estar amargos por la conciencia del pecado o de por la solicitud de estrecha gente que ya no nos puede entender? Estamos en los Días de Tus Labios, en los días de Tu Dulzura, y nos hacen, de pronto, presente que todo tiene que acabar, que habrá un día que será el Día Lejos de Tus Labios.

Elena y Paz en 1935. Foto: Cortesía Zona Paz

¿Su amorosa solicitud, su bondad no se abrirá jamás a la comprensión? Te he dicho que ellos obran de acuerdo con el deber, de acuerdo con las ideas, con la espantosa rigidez de la moral; quisieran que el hombre — ese puñado de angustia — fuera una suma, una serie de líneas, una máquina de virtud.

No tienen la conciencia del pecado — ni siquiera el temor o el amor del pecado — sino la idea del deber, porque ellos no pecan jamás se salvarán, porque no serán capaces de derramar lágrimas verdaderas y luego reírse de sus propias lágrimas. Esta capacidad, este genio terrible que nos hace sumergirnos en la sangre de la vida, es lo único que nos purifica verdaderamente. Lo demás es estar ligada a cosas ficticias, es vivir entre sombras, entre ideas puras.

¿Qué saben del hombre, si sólo conocen la superficie de su conducta y no su sentido profundo? ¿Qué del diabólico ángel que llevamos y que nos exalta? Pues lo importante no consiste en saber cómo se es, sino por qué se es como se es. Ellos se quedan en la manera, en la conducta visible, en la máscara que oculta la sangre turbia y apasionada.

Y tú, de pronto (sé que esta noche te pasa lo mismo) también me odias, porque te recuerdo tu humanidad; cuando me aborreces porque tengo razón — una miserable razón — soy feliz, porque eres mi Helena, una mujer que vibra y ama y es capaz del bien y del mal (yo no te quiero demasiado buena, sino humana); no así cuando crees que no te convengo.

El poeta le envío cartas a la escritora entre 1935 y 1945. Foto: Archivo Familia Garro

Estoy más seguro de mi amor, del poder de mi amor, de mi hombría, cuando me odias porque te cuido o porque te inclino a la vida. Quiero que escribas cuando yo te escribo y que seas amante con mi amor; que pienses en mí, como yo pienso en tus labios y en tu pelo, un pelo que es como un verano encendido en llamas maduras, serenamente exaltadas.

Y mis manos han de hundirse en tus cabellos, en la nuca de donde nacen, con cierto misterio, como todas las cosas de la tierra verdadera, a la que te quiero aproximar. No quiero que vivas un sueño mediocre, sino que te sumerjas en la realidad alucinada; quiero que te fugues de la costumbre que mata el alma, y que cada día sea para ti un nuevo día, así te pierdas para siempre.

Un amor siempre es un amor definitivo; quiero que tengas la impresión de lo definitivo y que olvides todo deseo de transar con la realidad. Por eso mismo me atormenta la confusión de tus sentimientos y lucho entre dejarte — un dejarte definitivo, te lo juro — y tenerte para siempre. Porque no me resigno a perderte es por lo que tú no me amas totalmente; el día en que la vida y mi amor giren alrededor de una decisión definitiva, sé que me amarás. Pero soy cobarde y prefiero verte todos los días con angustias y pequeñas alegrías.

El día del concierto de Beethoven oí el Claro de Luna estremecido: te sabía allí, en medio de la danza de llamas de la música, y sabía que llorabas. Estaba cerca de ti, embriagándome de tu embriaguez, lejos de tus manos que se retorcían y de tu pañuelo convulso. Ahora tengo tus guantes negros, y sé que tú no me escribes; que en este momento (las 11 de la noche) no me amas. Mañana, cuando lleg[ue] a la casa, sabré si sólo es un sueño desdichado todo.

He abierto la ventana, y beso tus guantes. En este escritorio un día sollocé mi vida inútil, mis versos amargos y desesperados. Ahora sueño en ti, amor mío, sangre elegida por mi sangre. He releído lo que te había escrito antes, en los días de mi amor inicial: hablaba con timidez, ahora mismo lo hago así. Te digo, Helena, que ya entonces te amaba, pero no como ahora. Ayer mismo te amaba de distinta manera y pienso que así me acercas a Dios, a través de tu carne, de tus labios. Soy cada día más desnudo, vale decir, más puro. 

¡Qué mal escribo! Mi letra es imposible, porque todo lo hago de primera intención. Odio la gramática y la escritura. Mañana mis letras serán signos miserables y mis palabras retórica. Quisiera escribir en acciones, en caricias: cada letra un acto, 20 una intención de realizarme. Perdóname que te haga sufrir. Ámame, pero si eres feliz sin amarme, déjame. Yo me puedo hundir o salvar, pero tú debes ser feliz. Beso tus manos al besar tus guantes, y tu boca al pensar en tu sueño tranquilo. 

Octavio

 

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