CÚPULA

El Cadillac negro

Un auto oscuro se detiene a cargar gasolina en la carretera que va de Acapulco a la Ciudad de México, el dueño se ve obligado a tomar una decisión de la que no hay vuelta atrás

CULTURA

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El Cadillac negro, relatoCréditos: El Heraldo de México

La carretera es el punto de partida de esta historia que empieza a bordo de un Cadillac negro. Bueno, en realidad yo no iba en ese auto de lujo, más bien trabajaba en la gasolinería que estaba sobre la autopista que iba de Acapulco a la Ciudad de México, no se imaginen modernidad en ese camino de asfalto que llegaba hasta el mar. El caso es que, tendido sobre el piso en aquel lugar en medio de la nada, un hombre gritaba, gemía y aullaba de dolor mientras se frotaba el estómago una y otra vez.

Todos lo veíamos consternados, pero sin hacer nada, hasta que llegó el dueño del Cadillac negro: un hombre de lentes oscuros, que tenía un aire familiar, al bajar de su llamativo vehículo para cargar gasolina y escuchar el sufrimiento del tipo que estaba tendido En el suelo, me preguntó:

—¿Qué le pasa a ese pobre hombre?

Hice un gesto que denotaba ignorancia: —No sabemos, lleva tirado media hora quejándose de dolor.

Sin dudarlo, el de los lentes oscuros se dirigió hasta donde estaba el enfermo, se agachó y le preguntó:

—¿Qué le sucede? ¿Puedo ayudarlo?

—¡Tengo un dolor terrible! ¡Me muero, señor, me muero!

—No diga eso. Lo voy a llevar a un hospital, aguante, aguante.

Una mujer se acercó al dueño del Cadillac y le dijo en voz baja: —Germán, lo mejor es llamar a una ambulancia, imagínate que se nos muere en la carretera.

—¿Y si la ambulancia no llega a tiempo? Ayúdame a abrir la cajuela para recostarlo ahí. Vamos a llevarlo a un hospital en la Ciudad de México.

El auto se fue haciendo cada vez más pequeñito conforme se alejaba de la gasolinería. De la cajuela del Cadillac negro salían mis rugidos de dolor y sufrimiento. Fueron las dos horas más largas de mi vida y cuando al fin llegamos al hospital ya había perdido el conocimiento. Dos días después, recostado en la cama de un sanatorio privado, que ni en mis más absurdos sueños hubiera podido pagar, me cayó el veinte de lo que pasó y me di cuenta que estuve a punto de perder la vida por culpa de una úlcera. El crujido de la puerta me regresó a la tierra. Germán Valdés Tin Tan entró a la habitación y me sonrió de oreja a oreja. No, no estaba en el cine, lo confirmé después de parpadear tres veces.

—Me diste un buen susto, casi te mueres en la cajuela de mi coche.

Yo no sabía si pedirle un autógrafo o darle las gracias por salvarme la vida, solamente atiné a decir: —Gracias, nunca voy a poder pagarle todo lo que hizo por mí. Y eso no era más que la puritita verdad, aunque quisiera, son muy caros esos hospitales de ricos. Él me cerró un ojo y contestó: —No te preocupes, la cuenta ya está pagada.

Al de salir del hospital, Tin Tan me dio trabajo y cambió mi vida. Yo que lo conocí les puedo asegurar que pocos han tenido su carisma, muy pocos han tenido su ritmo y muy muy muy pocos han tenido su buen corazón.

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