CÚPULA

La fuerza evocativa de Amador Montes

El crítico e historiador de arte ofrece una detallada revisión de la obra y exploraciones del artista oaxaqueño

CULTURA

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La fábula (153x100x90 cm. Bronce. 2018).Créditos: Cortesía

A diferencia del arte oaxaqueño surgido en la segunda mitad del siglo XX —que ha tratado el imaginario ancestral regional como un compendio metafórico proyectado al presente—, el tema a ultranza de la obra pictórica, gráfica y objetual de Amador Montes (Oaxaca, 1975) es el factor que media entre la tradición viva y el más remoto pasado, es decir, el tiempo, o mejor dicho, la acción del tiempo sobre objetos e imágenes que, pese a su deterioro y su obsolescencia, han guardado la memoria de sucesos y vivencias entrañables, sean propias o ajenas, remotas o recientes, personales o colectivas, y han dado pie a tantos motivos plásticos como los retos que ha presentado la actividad creativa a la intimidad y a la imaginación de Amador durante su muy intensa trayectoria profesional, iniciada en 2000.

A lo largo de ésta es evidente su propósito de plantear y desarrollar una narrativa propia a partir de una combinación de tachismo y materismo utilizados como fondo para collages de materiales gráficos provenientes principalmente de antiguas revistas, carteles, viñetas, etc., que funcionan tanto como modelos como contrapuntos nostálgicos para figuraciones dibujísticas y pictóricas casi siempre alusivas a relaciones afectivas presentes o pasadas. Gracias a una constante experimentación técnica y al consecuente refinamiento del lenguaje, la obra de Amador ha adquirido la calidad de objeto tan precioso como las afectividades que evoca, cuyo lirismo emana, más allá de la implicación del transcurso mismo del tiempo, de la sublimación de significados de existencias para las cuales estas imágenes y los eventos que ilustran fueron determinantes.

La carga afectiva de sus figuraciones e, incluso, de sus viñetas abstractas reproducidas manualmente, se deben a la forma en que Amador las vincula con materiales collagísticos que, a manera de contrapuntos o trasposiciones gráficas de sensaciones e, incluso, de música y aromas, les atribuyen una gran sensibilidad interna. Así, imágenes y objetos que una vez moldearon o matizaron las personalidades de sus usuarios, en la obra de Amador hoy dan fe de modos de vida y, por extensión, de expectativas de una época, pero sobre todo de una gran inventiva para conjugar ludismo con romanticismo, espontaneidad o delicadeza, expresión con reflexión, en planos caracterizados, precisamente, por su silencio. Al implicar que el tiempo es la esencia verdadera de las cosas y, sobre todo, de la necesidad apremiante de producir arte para denotar su fugacidad, todo intento de representar su transcurso termina por ser, igualmente, inasible. De allí, que el mayor logro del esfuerzo para contenerlo sea meramente poético.

Su formación como diseñador gráfico le ha dado el rigor para sustentar y proyectar modernamente lo que rescata de un pasado remoto. Y es por ello que su obra más reciente, como la de un arqueólogo de la memoria emocional, se sitúa sin contradecirse en un plano que valida la nostalgia mediante un lenguaje que aspira a trascender poniendo su fuerza evocativa al servicio de nuevos significados.

ESCULTURA. La fábula (153x100x90 cm. Bronce. 2018). Foto: cortesía.

Un vistazo retrospectivo a la obra de Amador sería suficiente para constatar la diversidad de contextos a los que ha proyectado su tema nuclear, así como también para comprobar que la excelencia de su obra no sólo se debe a su destreza técnica y formal adquirida, sino también a su capacidad para realizar un gran número de exposiciones individuales en México y otros países en los últimos cuatro años. 

Aunque el repertorio gráfico de Amador se antoja provinciano (como lo fue el México figurado en sus referentes gráficos), su serie más reciente, Babel, parece remediar ese entuerto mediante la imagen de una invasión de la gran urbe por aves zancudas, cuya acumulación desmedida torna caótico lo que un día fue utópico, que puede contemplarse como anuncio de que Amador Montes ha sentido la necesidad de extrapolar su lirismo a la modernidad, sin prescindir de su fuerza evocativa.

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