CÚPULA

Ojo Alegre

Un conquistador, un tipo de cuidado, encuentra a su musa caminando por las calles del Centro Histórico, sin saber que su verdadero amor lo está esperando

CULTURA

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Ojo Alegre, relatoCréditos: El Heraldo de México

Imagínense un día cualquiera en el Centro Histórico de la Ciudad de México durante los años 30. La elegancia paseaba por las calles: las mujeres con vestidos glamorosos de mangas abombadas, los hombres de traje y sombrero y los autos, hoy catalogados como clásicos, derrochando estilo en cada alto. Ahora, me gustaría detenerme en un caballero que cruzaba la calle con aire despreocupado, medía más de 1.80 metros de altura y era muy apuesto, de esos hombres que nacieron para robarse las miradas y hacer estallar corazones, solamente que ese día aquel guapo joven de pelo castaño, ojo alegre y bigote bien recortado iba a quedar flechado con la belleza de una mujer que pasó a su lado, con indiferencia, sin dirigirle ni un segundo de su atención. Él, movido por un sentimiento inexplicable, decidió seguirla, estaba seguro de que una sonrisa suya rompería el hielo, el problema era que ella caminaba muy rápido con esos tacones de aguja, por lo que resultaba complicado aguantarle el paso a través de las calles repletas de edificios antiguos cargados de historia. Un Graham negro casi lo atropella mientras seguía a su musa, quien se detuvo en la esquina para corroborar la dirección que llevaba apuntada en un papel; tras un momento de duda, siguió su camino con la misma prisa, como si un reloj la estuviera persiguiendo. Cruzaron varias calles y de pronto vio como, al fin, su futura conquista entraba en un majestuoso edificio, el portero la miraba sin ningún reparo, pero él llegó a interrumpir la función:

—¿Un platito para la baba?

El portero se molestó un poco, lo barrió con la mirada y
preguntó:

—Y usted, ¿quién es? ¿Cuál es su asunto?

—Yo soy Jorge, amigo de la señorita que acaba de pasar.

El cuidador de aquel recinto histórico volvió a examinarlo con la mirada:

—La señorita no parecía estar esperando a nadie, viene a su clase de música seguramente, en cambio usted, no parece cantar ni en la regadera.

—Está muy equivocado, vengo a mi primera clase, la señorita me recomendó a su maestro.

—A ver, cántese la de Adelita.

Jorge empezó a cantar y los peatones se detuvieron a escucharlo, incluso las palomas que merodeaban la zona se acercaron para disfrutar de una voz tan potente que llegaba hasta el último piso del edificio. Las ventanas se abrieron y los aplausos llegaron cuando terminó de interpretar la canción revolucionaria. El portero estaba conmovido:

—Pásele joven, pásele.

Él agradeció a su nuevo admirador con un movimiento de sombrero y sin pena alguna entró a todos los salones de la academia de música hasta que encontró a la misteriosa mujer que le causó una dilatación de pupilas, carne de gallina y taquicardia en el corazón. 

Después de algunos minutos, Jorge descubrió que se trataba de una clase de ópera y cuando terminó la clase, se dio cuenta que había disfrutado muchísimo la lección y que ya tenía dos motivos muy poderosos para estar ahí. 

Al final del curso, Jorge Negrete, El Charro Cantor, llegó a dos conclusiones fundamentales: la primera, que el amor a primera vista no es nada común y se puede confundir fácilmente con atracción; la segunda, que el amor a la música puede ser eterno. 

Y así, gracias a su alma de conquistador y a una enigmática mujer que lo deslumbró, comenzó la carrera musical de uno de los mejores intérpretes de nuestro México lindo y querido.